sábado, 20 de agosto de 2011

Por el valle de Echo

El fin de semana pasado, alargado por un día festivo, fue una estupenda ocasión para que dos amigos amigos reencontrados y yo disfrutásemos de unos días de montaña. Nuestros planes iniciales eran, a propuesta mía, ir a la zona de Sallent a "hacer unos tresmiles", pero el viernes a la tarde la previsión para esa parte del Pirineo era francamene mala, así que en ruta uno de mis compañeros propuso ir al Valle de Echo -sin hache en aragonés, en castellano es Hecho. La idea no me hizo demasiada gracia al principio, y confesaré sin rubor el porqué: los valles occidentales de la Jacetania, limítrones ya con la Vasconia de que fueran parte un día, presentan alturas"modestas" que sólo en el caso del Bisaurín se alzan hasta rozar los 2.700 metros y, por qué no decirlo, hasta un modestísimo montañero como es uno se halla afectado por el vedettismo y la banalidad que infectan el montañismo moderno, y en el fondo piensa que "hacerse un tresmil" es mucho más que hacerse sólo un "dos mil y...". Pero tampoco hice demasiada oposición, Aemet tenía la última palabra, así que a Echo fuimos.




Y no hube de arrepentirme. Ir a Echo de la mano de un amigo que además conoce bien la zona ha sido un regalo tanto más grato por inopinado, aparte de que, en efecto, el sábado, ya a la mañana, pudimos comprobar cómo atizaban los rayos y centellas por la parte de Sallent. Tampoco es que disfrutásemos de un tiempo esplenderoso, y el sábado a la tarde hasta nos mojamos un poco, pero nada grave que nos impidiese hacer lo que queríamos, aparte de que uno para algo se gasta sus buenos cuartos en ropas de montaña hidrífugas, transpirables y yo qué sé más.




Meteorología aparte, me ha emocionado mucho revisitar la Jacetania occidental. La última vez que nos habíamos visto fue un memorable puente de mayo de hace siete años (señor, cómo pasa el tiempo) que anduvimos por la Mesa, el Petretxema, los Alanos y la Peña de Ezkaurre, montañas bienamadas que he vuelto a ver ahí cerquita, como sólo extender a mano desde la cima de Peña Forca. Un estupendo fin de semana aquel en que, si mal no recuerdo, el único nubarrón fue una inesperada e indeseada atención por parte de la Benemérita en Izaba.




Pero mis recuerdos me llevaron aún más atrás, a un ya muy lejano mes julio. Con catorce años en esas mismas montañas me inicié como montañero: ahí estaba también el Txamantxoia (nombre roncalés) o Maze (así le dicen los ansotanos), una montaña de formas elegantes pero despreciada a menudo por cuestión de altura, ya que se queda a unos pocos metros de ser siquiera un "dosmil", pero con una feroz y empinadísima pedrera, que te regala, eso sí, un hermosísimo ibón, ya de bajada hacia Linza, ideal para poner a prueba las rodillas aún intactas de aquellos chavales aguerridos que éramos. Sólo muchos años más tarde tarde leí a Buzzati, excelente alpinista además de escritor, y supe que "le ghiaie", que es como le dicen en dialecto véneto a las pedreras o tarteras no más amables de las Dolomitas, no son una mera molestia: al mismo tiempo que te destrozan te dan el pasaporte que te permite acceder ahí donde los hombres nunca fueron llamados o, a la bajada, te dan la oportunidad de pagar algo por haber hollado tanta belleza.




Además, la ausencia de pistas de esquí y su correspondiente parafernalia turístico-hotelera, así como de "tresmiles" prestigiosos, conllevan que incluso en pleno mes de agosto y en fin de semana con día festivo anexo, estos valles se vean invadidos por una horda de proporciones muy modestas si la comparamos con las vociferantes romerías de Callejas varios que has de padecer si se te ocurre ir al Perdido o al Aneto o cualquier otro tresmil de relumbrón en las mismas fechas. Por otra parte, la susodicha horda tiende a expresarse en un 90 % en algún dialecto de la misma lengua que hace ya unos cuantos siglos se perdió en estos valles... La única excepción es, quizá, la Mesa, que por aquello de ser la cima de Euskal Herria va a acabar desgastada de tanta bota que pasa por ahí.




Por decirlo de alguna manera, se me antoja que estas (relativamente) menospreciadas montañas son el escenario predilecto de un montañismo aún honrado y sin trampantojo, que busca gozar de, en y mediante la montaña (y a menudo sufrir a cuenta de ella) sin fijarse en aquello de cúantos metros se alza sobre el nivel del mar en váyase usted a saber dónde. Aparte de que la "modesta" altura no le resta dificultad. Alzándose vertiginosas sobre el fondo de los valles, muchas de sus cumbres calcáreas requieren un mínimo de arrojo y a menudo "echar manos" para acceder a ellas, y en ellas se encuentran también algunas de las más bellas vías de escalada pirenaicas, como las Agujas de Ansabère y mil otras, amén de ser santuario predilecto de esquiadores de travesía entendidos, quienes buscan sus desniveles de vértigo y su virginidad, y no digamos ya de los espeleólogos, encantados con las simas que les regala lo que de hecho es el mayor karst de Europa. A mi personalmente me ha resultado mucho más satisfactorio bajar del Castillo d'Acher y atravesar el maravilloso hayedo de la Selva de Oza que hacer lo propio del Posets y acabar en Benasque. Mea culpa, pues, por mi resmilismo snob.




Y, ya que lo he mencionado, ¿qué decir de ese formidable Castillo d'Acher? La famosa pregunta que nos hacen a todos los que subimos montañas, sean dos u ochomiles, es por qué lo hacemos, y nuestra balbuciente respuesta imagino que no satisfará a nadie. En mi caso (y pido perdón por tanto "yo", pero es que sólo puedo hablar desde la más radical e intransferible subjetividad de yo mismo) no es buscar a Dios ni transcendencia alguna, no es tampoco un disfrute masoquista del esfuerzo y penurias diversas, y aún menos el ver "paisajes sublimes", ya que para el caso igual te puedes subir en los remontes que abren en verano en Pîrineos y Alpes. O, quizá sin ser nada de ello en particular, el impulso de subir a una montaña participa de todo ello en cierta medida. Pero, sea como fuere, es innegable que las montañas tienen un lado estético que no es de menospreciar, y yo desde luego no lo hago, y estas de la Jacetania occidental poco tienen que envidiar a las de lugar alguno.




El Castillo d'Acher, visto desde la cima del Ezkaurre, quedó clavado en mi retina adolescente. Mi formación me dice que ahí no hay más que placas tectónicas, glaciaciones y erosiones varias, amén de algún ya extinto volcán. Pero, al mismo tiempo, mi escasa imaginación, ayudada de mi modesta formación clásica, me lleva a los tiempos fundacionales de la Tierra, en los que algún titán sacado de la Teogonía de Hesíodo debió distraerse haciendo castillos en la arena a escala colosal y obró semejante maravilla en estos montes a los que los colonos de la griega Ampurias bautizaron con el nombre de la ninfa Pyrene, seducida por Hércules en una de sus correrías por las remotas tierras de Poniente. O, por qué no, siguiendo ahora mi aún más modesta formación de medievalista, quizá fuese el mismísimo Roldán; si con su espada Durandarte abrió el tajo famoso de Ordesa, por qué no suponer que fuese ahí ahí donde plantase sus reales la víspera del aciago día en que fue abatido con sus pares. ¿Que la rota fue en Roncesvalles? Y qué más da, no les vamos a pedir precisión de geógrafo a los cantares de gesta...




La cuestión es que me han dado la ocasión de auparme hasta la cima de tan mitológica montaña, algo de lo que estoy inmensamente agradecido. Hasta ciero punto, "me han llevado", lo que de hecho me ha liberado de un sinfin de preocupaciones y me ha permitido relajar el ánimo y ocuparme de otras muchas cosas: pararte en medio de la pedrera porque el peñasco que a la sombra parecía así, ahora que le da el sol parece de aquella otra manera, echar la vista atrás para ver si el compañero que viene por detrás va bien, las risas apretujados en la tienda de campaña mientras la lluvia azota la lona...




Sin más, la montaña, y la gente con que uno la comparte.