sábado, 10 de diciembre de 2011

Montañeros de antaño (II): Una monja gallega en el Sinaí

En el post anterior prometía otro sobre la aventura de una monja gallega que subió al monte Sinaí. Aquí va. También debo decir que el título no está exento de cierto ssensacionalismo, puesto que su protagonista no era seguramente ni monja ni, a lo que parece, gallega, no al menos en el sentido que damos a esta palabra en la actualidad. Allá va su historia, digna eso sí, de que Álvaro Cunqueiro la hubiese narrado en sabrosa y fecunda prosa galaica. Tendréis que conformaros, pues, con la seca prosa de este pobre vardulio de ascendencia vascónica malamante romanizado y romanceado.



Allá por el siglo VII de nuestra era Valerio, un eremita que vivía en las ásperas tierras del Bierzo, escribió una carta en la que daba cuenta de las aventuras de una singular mujer, procedente como él de la Provincia Gallaecia, que en tiempos del emperador Teodosio, allá por las postrimerías del siglo IV, había emprendido una peregrinación que la llevó a recorrer las tierras de Egipto, el Sinaí, Palestina y, de vuelta a Hispania, la rutilante nueva capital del Imperio, Cosntantinopla, así como la vieja pero no menos espplendorososa capital: Roma, caput mundi. Todo ello, no hace falta decirlo, en pos de la nueva fe cristiana, católica y ortodoxa, que el mismo emperador Teodosio ("nacido, precisamente, en España", como maliciosamente apostillaba don Luis Gil) acaba de oficializar como única religión verdadera del Orbe Romano, que para el caso venía a ser lo mismo que el orbe a secas.



Y aquí empiezan los problemas, porque la cuestión es que ni siquiera sabemos cuál era el nombre exacto de la peregrina. Los modernos optan por el de Egeria -y así haremos nosotros también en adelante-, pero en los diversos manuscritos medievales que nos han transmitido la carta de Valerio el nombre en cuestión aparece copiado de modos diversos, al albur de los copistas de los monasterios visigóticos y astur-leoneses, quienes, no lo olvidemos, no gastaban gafas y tenían que hacer su muy meritorio trabajo a la luz de velas y lámparas de aceite: además de Egeria, tenemos también Aetheria, Echeria, Pulqueria, Eiheriai... No falta, además, quien haya propuesto que el nombre de la señora en cuestión no era ninguno de ellos, sino Euqueria (Eucheria en ortografía latina), lo que haría pensar nada menos que estaría emparentada con el noble patricio Euquerio, tío carnal por lado materno del mismísimo señor del Orbe de Occidente y Oriente, el divino Teodosio, hipótesis que no está falta de fundamento, como algo más abajo veremos.



Lo de que fuese "gallega" es también custionable. Tras la profunda reforma de las provincias imperiales acometida por el emperador Diocleciano a principios del siglo IV, la nueva Provincia Gallaecia se extendía por prácticamente todo el noroeste peninsular, englobando no sólo la actual Galicia, sino también el Tras Os Montes portugués, Asturias, León y buena parte de Castilla la Vieja. Así, del emperador Teodosio, nacido en la villa familiar de Cauca, la actual Coca, en Segovia, se decia así mismo que era "galaico". En cuanto a lo de "monja", en las postrimerías del siglo IV simplemente es que no había monjas. En las provincias orientales del Imperio, singularmente en Egipto, Siria y Capadocia, sí habían empezado a aperecer las primeras congregaciones de eremitas varones, pero tal cosa no ocurrirá en el Occidente latino hasta el siglo VI, y los primerios monasterios femeninos no surgen hasta aún más tarde.



Así pues, lo único que podemos afirmar con seguridad es que nuestra "montañera" fue una noble dama (a fines del siglo IV sólo la gente potentada se podía permitir viajar por capricho, por muy divino que fuese el capricho), que vivió en la segunda mitad del siglo IV de nuestra era y que era originaria de algún lugar del tercio noroccidental de la Península Ibérica. Los aficionados a Cuarto Milenio y a las novelas históricas de Toti Martínez de Lecea seguramente echarán de menos mayor precisión, pero así son las cosas. Por lo que respecta a su rango, sea cierta o no su vinculación con la dinastía imperial teodosiana, además del mero hecho de que podía permitirse viajar y era una señora bastante ilustrada, ambas cosas reservadas a muy poca gente en aquellos siglos, leyendo la relación de su peregrinación nos enteramos de que iba, por decirlo de alguna de manera, con buena recomendación a todas partes, de que solía hacerlo en litera (como Cleopatra en las películas), de que contaba con la protección de una escolta armada y, last but no least, de que tenía derecho a usar los servicios del llamado cursus publicus, es decir, el sistema de postas imperial, reservado para usos oficiales y militares, y cuyo uso particular era un estimado privilegiado concedido a unos pocos afortunados bien relacionados con el emperador. Estos datos hacen pensar que, en efecto, nuestra Egeria -o Euqueria- era alguien muy cercano a la familia del emperador Teodosio, con la que en todo caso compartía origen geográfico.



Además de todo ello, Valerio nos informa de que esta Pitita Ridruejo del mundo tardorromano no se limitó a emprender una peregrinación entre lo místico y lo turístico, sino que además consignó una valiosa relación de lo visto y vivido en aquel periplo. Tal relación, aunque fue copiada, saqueada y fusilada durante siglos por compiladores varios interesados en escribir sobre los santos lugares, luego se dió por perdida hasta que en 1884 el erudito italiano Gian Francesco Gamurrini encontró en la ciudad de Arezzo un códice del siglo XI, procedente, a lo que parece, de la abadía de Montecassino, que contenía copiada parte de la narración original de Egeria. El texto, por desgracia, está incompleto, pues sólo contiene la parte del viaje que va de la ascensión del Sinaí (la que nos interesa) hasta que al autora se pone en ruta hacia Constantinopla.



Aunque la parafernalia religiosa de Egeria echará para atrás a más de uno (de hecho, si subió al Sinaí, fue para visitar el lugar donde Yahvé entregó las Tablas de la Ley a Moisés), leyendo la relación uno no puede menos que simpatizar con Egeria, que en todo caso debió ser una mujer curiosa, con una mirada limpia y muy enérgica: lo de emprender un viaje semejante por su cuenta debió escandalizar por igual a sus contemporáneos paganos y cristianos, que si en algo coincidían es que el lugar de una mujer decente era la rueca en la intimidad del hogar. Junto a la procedencia geográfica, hay también otro rasgo que emparenta a Egeria con otra fémina inquieta y andariega de muchos siglos después, y es su delicioso estilo, coloquial y muy vivo. Aunque Egeria poseía ua buena cultura, escribe en un lenguaje muy lejano del acartonado, libresco e insufrible latín pseudo-clásico de sus contemporáneos varones, y usa numerosos giros coloquiales que muy a menudo anuncian las ya en ciernes lenguas románicas. Ello le ha valido que en lugar de honor en los estudios acerca del llamado latín vulgar.



Lo que sigue es un romanceamiento hecho por mi mismo en lenguaje vulgar de Castilla de lo contado por Egeria (o Euqueria...) hace algo más de mil seiscientos años.


... y andando llegamos a cierto lugar donde aquellas montañas hacia las que nos dirigíamos se abren y forman un valle amplísimo, enorme y de gran belleza, tras el que se veía ya el santo monte de Dios, el Sinaí. [Sigue un excursus sobre los acontecimientos bíblicos ocurridos en dicho valle, como la adoración del Becerro de Oro mientras Moisés se iba de excursión montañera] Así pues, el sábado por la tarde llegamos a dicho monte, y alcanzamos un monasterio cuyos monjes nos acogieron con gran amabilidad [obviamente, se trata del monasterio de Santa Catalina del Sinaí, que aún existe]. Hay ahí una iglesia y su correspondiente sacerdote. Tras pasar la noche en ese lugar, el domingo de buena mañana acometimos la ascensión de cada una de las montañas del lugar, acompañados por el sacerdote y otros monjes. Ahora bien, dichas montañas no se pueden ascender si no es con enorme trabajo, pues no puedes subirlos haciendo lazadas -o en zig-zag, como se suele decir-, sino de frente, y luego es menester que cada uno lo destrepes por las bravas hasta llegar al pie del monte que está en el medio, que es el Sinaí propiamente dicho. Y es así que con la ayuda de Cristo nuestro Dios, así como de las oraciones de los santos varones que nos acopañaban, y con gran fatiga, pues que abajo hube de abandonar mi silla de mano, aunque no es menos cierto que la fatiga apenas la sentía, pues iba viendo cómo con la ayuda de Dios estaba cerca de cumplir un propósito tan largo tiempo deseado, digo pues que en la hora cuarta alcanzamos la cima del santo monte de Dios, el Sinaí. [...] En cima de dicha montaña central no hay nada, sino una pequeña capilla y la covacha donde estuvo Moisés. Y una vez que hubimos leído todo cuanto viene en el libro de Moisés, y hechas las ofrendas, como nos dijeron, los sacerdotes que ahí hay nos dieron un tentempié a base de manzanas, que se recogen ahí mismo. Aunque toda esa parte del Sinaí es un pedregal, tanto a los pies de aquella montaña central que llamamos Sinaí, como en los lugares de alrededor, hay algo de tierra cultivable (...).


Luego Egeria pasa a narrar el espectacular pateo que con sus acompañantes hizo por el macizo del Sinaí en pos de todos los acontecimientos narrados en el Éxodo. No fue ciertamente una escalada extrema, pero teniendo en cuenta que los peregrinos-turistas modernos a menudo suben a lomos de un camello, todo nuestro respeto a Egeria, noble dama galaica del siglo IV que bien sabía que la fatiga es menos cuando se está a punto de alzanzar lo largamente deseado.

jueves, 8 de diciembre de 2011

Montañeros de antaño (I): Francesco De Marchi

Una pregunta de rigor que suele hacerse a los montañeros y alpinistas es la de por qué suben montañas. O cabe decir más bien que era de rigor: solía hacerse antes de que las montañas se convirtiesen en anfiteatro de hazañas deportivas y atléticas varias, como Bonatti temía y reprobaba (con razón). Las respuestas raramente han sido concluyentes, quizá porque subir montañas tenga sea algo tan simple y al mismo tiempo complejo como vivir: desde que el hombre es hombre se ha preguntado por el sentido de su existencia -o incluso si su existencia tiene sentido alguno, que no es más que otro modo de formular la interrogación-, pero lo único cierto es que estamos vivos, y sólo estándolo y por estarlo podemos plantearnos la cuestión. Ahora bien, ¿eso ha sido siempre así?



Desde tiempos muy antiguos los seres humanos han subido montañas por los más diversos motivos. Ötzi se llevó consigo el secreto de qué hacía hace varios miles de años en el alto collado alpino donde murió y fue encontrado en 1991, pero después hallamos las más variopintas razones para justificar las visitas a las montañas: relaciones diversas con la divinidad, desde los sacrificios incas realizados en cimas andinas hasta Moisés subiendo al Sinaí a recibir las Tablas de la Ley (tema que nos dará para un post posterior: la ascensión al Sinaí de la noble dama romana Egeria en el siglo IV contada por ella misma), a pastorear ganados, a cazar, a matar dragones, como Pedro III de Aragón cuando subió el Canigou, o simplemente, porque había que trasponer los collados aún nevados, bien fuese a hacer la guerra a los demás (Aníbal y sus travesías de los Pirineos y Alpes) o, más frecuentemente, huyendo, como los hombres buenos cátaros que huían hacia Cataluña de los rigores inquisitoriales a través del puerto de l'Artiga, los republicanos que huían por los mismos lugares al final de la Guerra Civil o los perseguidos por los nazis que hicieron de nuevo la misma ruta de los cátaros. E incluso a matarse en las mismísimas montañas, como los italianos y austro-húngaros que hicieron lo propio en el Alto Adigio en la I Guerra Mundial y dieron origen, nada pacífico, a las vías ferratas... Sí, pero subir por el mero gusto de hacerlo, sin otro objetivo concreto que hollar la cima, ¿desde cuando se ha hecho?



Suele decirse que sin la nueva sensibilidad hacia la Naturaleza que nace entre la Ilustración dieciochesca y el Romanticismo (dos movimientos que se suelen contraponer pero mucho más entremezclados e inseparables de lo que se piensa) está en el origen del boom alpino del siglo XIX, que es cuando realmente nace el alpinismo como actividad autónoma, es decir, eso de subir montañas por el puro placer de hacerlo. Es cierto, pero no lo es menos que en tiempos aún más anteriores no faltaron verdaderos pioneros del alpinismo entendido en el sentido moderno (y, por desgracia, moderno no es lo mismo que contemporáneo). Puede que en las ascensiones que el emperador Adriano, espíritu curioso donde los haya habido, realizó a principios del siglo II d.C. al Etna en Sicilia y el Ida en Asia Menor tuviesen ya algo de espíritu alpino, pero por desgracia apenas sabemos nada de sus motivaciones; al menos, quien nos informa del acontecimiento, el anónimo autor de la Historia Augusta, escrita dos siglos y medio después, nada dice al respecto, y de hecho se limita a reseñarlas dentro del catálogo de extravagancias que atribuye al emperador viajero. Y es que para un romano subir a una montaña sin motivación práctica concreta sólo podía ser concebido como una extravagancia. Adriano, tan apreciado por los modernos a partir de Gibbon, tuvo algo que irritó sobremanera a los romanos chapados a la antigua.



Así las cosas, una de las primeras ascensiones "alpinas" de la historia, o al menos la primera que nos ha sido narrada, es la del Mont Ventoux (sí, el del Tour de France) que hizo hacia 1328 el poeta italiano Francesco Petraca en compañía de su hermano y que él mismo cuenta en una célebre carta que pasa al mismo tiempo por ser el acta de fundación del Renacimiento. Otro post prometemos. También suelen reseñarse las ascensiones de Leonardo, llenas de interés científico y curiosidad por la naturaleza. Ahora bien, la que ahora atrae su atención es otra ascensión igualmente realizada por un italiano, y que entre nosotros no es demasiado conocida: la que el ingeniero militar Francesco De Marchi (Bolonia, 1504 - L'Aquila, 1576) realizó al Corno Grande del Gran Sasso de los Apeninos un 19 de agosto del año de gracia de 1573, ¡cuando contaba casi con 70 años!




De Marchi es uno de los prototipos más acabados del hombre universal del Renacimiento, y además es considerado el primer espeleólogo y alpinista. Técnicamente no fue el primero que subió a aquella montaña, ya que el mismo reconoce que su cima ya la habían pisado los cazadores de gamuzas, y en su relato no oculta los méritos que en la hazaña tuvo su guía, pero el espíritu con que la acometió es francamente moderno. Pero mejor dejarle hablarle a él, ¿no? Bien, lo que sigue es la traducción al romance común de Castilla de la narración de aquella memorable escalada por roca descompuesta, narrada por Francesco De Marchi en lengua toscana hace más de cuatrocientos años.



"Hacía treinta y dos años que yo deseaba subir a dicha montaña para poner fin a las disputas sobre la diferencia de su altura respecto de otros montes. Así pues, en agosto del año 1573 la subí junto con el señor Cesare Schiafinato, milanés, y Diomede dall'Aquila. Y es así como que nos dirigimos a un burgo llamado Sercio, situado a seis millas de la montaña, por ver si habría quien nos condujese a la cima, pero no pudimos encontrar nadie que nos guiase (...). Nos dijeron, no obstante, que algunos cazadores de gamuzas habían estado arriba, pero no pudimos encontrar sino uno, llamado Francesco di Domenico, que había estado una vez en la cima, pero que no querría volver ahí bajo ningún concepto [pero más abajo queda claro que sí les acompañó]. Después contratamos a dos para que nos acompañasen, llamados Simoni di Giulio y su hermano Gianpietro, si bien no muy a gusto, sino a base muchos ruegos y buen sueldo. Luego fuimos a caballo hasta el lugar conocido como Campo Priviti, donde empezamos a considerar por dónde subiríamos esta asperísima montaña, de la que en verdad os digo que pasa de tres millas y media de altura (...). Ahí no se ve ningún camino, ni sendero ni escalera, sino que es menester ir buscando la ruta. Comenzamos a andar, pues, y yo llegué a una vena de piedra, altísima, por la que no podría haber avanzado más si no es teniendo alas, de modo que con gran peligro de mi persona volví atrás y tomé otro camino. En compañía del guía aún tuvimos que tomar un tercer camino, hasta que llegamos a un lugar bajo la cima, más allá del cual no era posible seguir subiendo. Pero Francesco, que iba en cabeza, dijo "Yo quiero seguir de todos modos", y yo le contesté "Adonde vayas tú voy yo también". Y así comenzamos a escalar por las piedras con pies y manos, pero eran fragilísimas a causa de la nieve y el hielo que en algunos sitios duran todo el año, y por lo general durante nueve meses en toda aquella montaña.



Así continuamos durante media milla, hasta que nos detuvimos por ver si encontraríamos otro camino, ya que por el que os he dicho no era posible seguir avanzando. Al final escogimos seguir por la izquierda, y nos pusimos a escalar de nuevo por la roca, por un lugar que daba verdadero pavor pasar. Este camino es de tal suerte que un hombre no puede ayudar a su compañero, pues le es menester agarrarse a la roca con los pies y las manos, sobre todo cuando se está ya a un tercio de milla de la cima, ya que ahí la piedra es fragilísima. Y es tal sitio, que si un hombre cayese se precipitaría en el aire más de doscientas brazadas. (...)



Finalmente, con enorme cansancio y solicitud alcanzamos la cima tras cinco horas y media de ascensión. Y cuando me encontré en la cima, pareciome estar flotando en el aire, pues todas las montañas que hay en torno de ésta quedan más abajo. Y entoncés tomé mi cuerno y lo hice sonar, haciendo que de entre los cortados de esta montaña saliesen innumerables aves, a saber, águilas, halcones, gavilanes, cernícalos y cuervos. Todos ellos volaban en torno a la cima, y el asombro que les produjo oir sonar un cuerno dejaba bien claro que haría treinta o cuarente años que nadie pisaba la cima, ciertamente algo que es peligroso y no da ganancia alguna, pues ahí no encontraréis ni siquiera hierba, sino tan sólo nieve y hielo.



(...)




Y en efecto, esta montaña es la más alta y escarpada de toda Italia, pues desde su cima se ve el Mar Adriático, y el Jónico, y el Tirreno, y si no fuese por las montañas que hay entre medias también se divisaría el Mar de Liguria. Y os digo que los precipicios son tales, que alcanzan las cinco millas, y que por ahí no pueden pasar no hombres ni animales a excepción de los pájaros (...). [Sigue la descripción del Grande Corno y macizo del Gran Sasso]



Cuando ascendíamos hacia la cima de esta montaña estaba despejado y el sol era abrasador, pero arriba el frío era enorme, tanto que en una botella de vino que habían subido se había hecho una capa de hielo, y el resto estaba francamente frío. Y a causa del frío nos refugiamos detrás de la piedras que os he dicho para hacer la colación, que fue bastante magra, porque quien quiera llegar a la cima y luego bajar de ella tiene que mantener la cabeza despejada, de modo que no sufra por el vértigo, y no debe tener tampoco dolores en los pies y las manos, tener buena vista y llevar una vida arreglada, porque de lo contrario no conseguiría ni subir, ni aún menos bajar, o cual es demás más peligroso, y que debe hacerse sólo en el mes de julio, o como mucho en agosto.



Y cuando por fin hubimos bajado de la cima, fuimos a ver una fuente que está a dos millas de esta montaña, y que dicen la Fonte Gelata (...)





Cuando De Marchi dice que el Gran Sasso, que sólo roza los 3.000 metros, es la montaña más alta de Italia, habla obviamente de la península italiana. En todo caso, antes de la invención del barómetro era imposible calcular la altura de las montañas con un mínimo de exactitud.



El curioso que quiera leer el texto original en italiano, francamente difícil de encontrar, aquí tiene la referencia bibliográfica:

Sofia Boesch Gajano - Maria Rita Berardi


Civiltá Medioevale nelli Abruzzi


Vol II: Testimonianze, a cura di Maria Rita Berardi


Edizioni Libreria Colacchi, 1990


Págs. 505-520

sábado, 20 de agosto de 2011

Por el valle de Echo

El fin de semana pasado, alargado por un día festivo, fue una estupenda ocasión para que dos amigos amigos reencontrados y yo disfrutásemos de unos días de montaña. Nuestros planes iniciales eran, a propuesta mía, ir a la zona de Sallent a "hacer unos tresmiles", pero el viernes a la tarde la previsión para esa parte del Pirineo era francamene mala, así que en ruta uno de mis compañeros propuso ir al Valle de Echo -sin hache en aragonés, en castellano es Hecho. La idea no me hizo demasiada gracia al principio, y confesaré sin rubor el porqué: los valles occidentales de la Jacetania, limítrones ya con la Vasconia de que fueran parte un día, presentan alturas"modestas" que sólo en el caso del Bisaurín se alzan hasta rozar los 2.700 metros y, por qué no decirlo, hasta un modestísimo montañero como es uno se halla afectado por el vedettismo y la banalidad que infectan el montañismo moderno, y en el fondo piensa que "hacerse un tresmil" es mucho más que hacerse sólo un "dos mil y...". Pero tampoco hice demasiada oposición, Aemet tenía la última palabra, así que a Echo fuimos.




Y no hube de arrepentirme. Ir a Echo de la mano de un amigo que además conoce bien la zona ha sido un regalo tanto más grato por inopinado, aparte de que, en efecto, el sábado, ya a la mañana, pudimos comprobar cómo atizaban los rayos y centellas por la parte de Sallent. Tampoco es que disfrutásemos de un tiempo esplenderoso, y el sábado a la tarde hasta nos mojamos un poco, pero nada grave que nos impidiese hacer lo que queríamos, aparte de que uno para algo se gasta sus buenos cuartos en ropas de montaña hidrífugas, transpirables y yo qué sé más.




Meteorología aparte, me ha emocionado mucho revisitar la Jacetania occidental. La última vez que nos habíamos visto fue un memorable puente de mayo de hace siete años (señor, cómo pasa el tiempo) que anduvimos por la Mesa, el Petretxema, los Alanos y la Peña de Ezkaurre, montañas bienamadas que he vuelto a ver ahí cerquita, como sólo extender a mano desde la cima de Peña Forca. Un estupendo fin de semana aquel en que, si mal no recuerdo, el único nubarrón fue una inesperada e indeseada atención por parte de la Benemérita en Izaba.




Pero mis recuerdos me llevaron aún más atrás, a un ya muy lejano mes julio. Con catorce años en esas mismas montañas me inicié como montañero: ahí estaba también el Txamantxoia (nombre roncalés) o Maze (así le dicen los ansotanos), una montaña de formas elegantes pero despreciada a menudo por cuestión de altura, ya que se queda a unos pocos metros de ser siquiera un "dosmil", pero con una feroz y empinadísima pedrera, que te regala, eso sí, un hermosísimo ibón, ya de bajada hacia Linza, ideal para poner a prueba las rodillas aún intactas de aquellos chavales aguerridos que éramos. Sólo muchos años más tarde tarde leí a Buzzati, excelente alpinista además de escritor, y supe que "le ghiaie", que es como le dicen en dialecto véneto a las pedreras o tarteras no más amables de las Dolomitas, no son una mera molestia: al mismo tiempo que te destrozan te dan el pasaporte que te permite acceder ahí donde los hombres nunca fueron llamados o, a la bajada, te dan la oportunidad de pagar algo por haber hollado tanta belleza.




Además, la ausencia de pistas de esquí y su correspondiente parafernalia turístico-hotelera, así como de "tresmiles" prestigiosos, conllevan que incluso en pleno mes de agosto y en fin de semana con día festivo anexo, estos valles se vean invadidos por una horda de proporciones muy modestas si la comparamos con las vociferantes romerías de Callejas varios que has de padecer si se te ocurre ir al Perdido o al Aneto o cualquier otro tresmil de relumbrón en las mismas fechas. Por otra parte, la susodicha horda tiende a expresarse en un 90 % en algún dialecto de la misma lengua que hace ya unos cuantos siglos se perdió en estos valles... La única excepción es, quizá, la Mesa, que por aquello de ser la cima de Euskal Herria va a acabar desgastada de tanta bota que pasa por ahí.




Por decirlo de alguna manera, se me antoja que estas (relativamente) menospreciadas montañas son el escenario predilecto de un montañismo aún honrado y sin trampantojo, que busca gozar de, en y mediante la montaña (y a menudo sufrir a cuenta de ella) sin fijarse en aquello de cúantos metros se alza sobre el nivel del mar en váyase usted a saber dónde. Aparte de que la "modesta" altura no le resta dificultad. Alzándose vertiginosas sobre el fondo de los valles, muchas de sus cumbres calcáreas requieren un mínimo de arrojo y a menudo "echar manos" para acceder a ellas, y en ellas se encuentran también algunas de las más bellas vías de escalada pirenaicas, como las Agujas de Ansabère y mil otras, amén de ser santuario predilecto de esquiadores de travesía entendidos, quienes buscan sus desniveles de vértigo y su virginidad, y no digamos ya de los espeleólogos, encantados con las simas que les regala lo que de hecho es el mayor karst de Europa. A mi personalmente me ha resultado mucho más satisfactorio bajar del Castillo d'Acher y atravesar el maravilloso hayedo de la Selva de Oza que hacer lo propio del Posets y acabar en Benasque. Mea culpa, pues, por mi resmilismo snob.




Y, ya que lo he mencionado, ¿qué decir de ese formidable Castillo d'Acher? La famosa pregunta que nos hacen a todos los que subimos montañas, sean dos u ochomiles, es por qué lo hacemos, y nuestra balbuciente respuesta imagino que no satisfará a nadie. En mi caso (y pido perdón por tanto "yo", pero es que sólo puedo hablar desde la más radical e intransferible subjetividad de yo mismo) no es buscar a Dios ni transcendencia alguna, no es tampoco un disfrute masoquista del esfuerzo y penurias diversas, y aún menos el ver "paisajes sublimes", ya que para el caso igual te puedes subir en los remontes que abren en verano en Pîrineos y Alpes. O, quizá sin ser nada de ello en particular, el impulso de subir a una montaña participa de todo ello en cierta medida. Pero, sea como fuere, es innegable que las montañas tienen un lado estético que no es de menospreciar, y yo desde luego no lo hago, y estas de la Jacetania occidental poco tienen que envidiar a las de lugar alguno.




El Castillo d'Acher, visto desde la cima del Ezkaurre, quedó clavado en mi retina adolescente. Mi formación me dice que ahí no hay más que placas tectónicas, glaciaciones y erosiones varias, amén de algún ya extinto volcán. Pero, al mismo tiempo, mi escasa imaginación, ayudada de mi modesta formación clásica, me lleva a los tiempos fundacionales de la Tierra, en los que algún titán sacado de la Teogonía de Hesíodo debió distraerse haciendo castillos en la arena a escala colosal y obró semejante maravilla en estos montes a los que los colonos de la griega Ampurias bautizaron con el nombre de la ninfa Pyrene, seducida por Hércules en una de sus correrías por las remotas tierras de Poniente. O, por qué no, siguiendo ahora mi aún más modesta formación de medievalista, quizá fuese el mismísimo Roldán; si con su espada Durandarte abrió el tajo famoso de Ordesa, por qué no suponer que fuese ahí ahí donde plantase sus reales la víspera del aciago día en que fue abatido con sus pares. ¿Que la rota fue en Roncesvalles? Y qué más da, no les vamos a pedir precisión de geógrafo a los cantares de gesta...




La cuestión es que me han dado la ocasión de auparme hasta la cima de tan mitológica montaña, algo de lo que estoy inmensamente agradecido. Hasta ciero punto, "me han llevado", lo que de hecho me ha liberado de un sinfin de preocupaciones y me ha permitido relajar el ánimo y ocuparme de otras muchas cosas: pararte en medio de la pedrera porque el peñasco que a la sombra parecía así, ahora que le da el sol parece de aquella otra manera, echar la vista atrás para ver si el compañero que viene por detrás va bien, las risas apretujados en la tienda de campaña mientras la lluvia azota la lona...




Sin más, la montaña, y la gente con que uno la comparte.