lunes, 19 de marzo de 2012

De caminantes, bicicletas y otras cosas

Hace no mucho tiempo vi un reportaje de la BBC en La 2 en el que a propósito de no me acuerdo qué hablaban de la anatomía humana, de los inconvenientes que nos ha acarreado que nuestros antepasados se irguiesen para poder avistar la caza (y a sus depredadores) y un buen número de cosas más que ahora no hacen al caso. Decían, sea como fuere, que visto como máquina el cuerpo humano está magníficamente diseñado para andar, es decir, desplazarse sobre ambas piernas a una velocidad de entre 4 y 6 kilómetros por hora; "metiendo caña", llegamos hasta los 7 e incluso 8, pero más allá ya se trata de correr. Ahora bien, como corredores somos bastante flojillos, y como nadadores aún peores. Bien es cierto que en milenios de cultura y civilización hemos aprendido a domesticar animales como el caballo, que hemos creado toda suerte de artefactos que nos desplazan por tierra, mar y aire e incluso hasta fuera de la Tierra misma y, the last but non the least, que en el ultimo siglo y medio largo ha habido una singular caterva de gentes empeñadas en contradecir la ley de la gravedad y que a semejanza de las largatijas, salamandras y otros bichos podemos subir por una pared vertical e incluso superar un extraplomo, con el agravante añadido de que tal cosa suele hacerse por el mero gusto de hacerlo. Nil mortalibus ardui est, / caelum ipsum petimus, "No hay nada arduo para los mortales, / y al mismo cielo apuntamos", sentenció sabiamente Horacio. Pero ocurre que la cultura va por delante de la evolución natural, y a la fecha andar sigue siendo la forma más natural de desplazarnos, aquella para la que mejor estamos adaptados y la que menos lesiones nos produce, dicho sea de paso.

Pergeño estas divagaciones (que espero no lleguen a desvarío) bajo la influencia de lo vivido ayer. Sin dudarlo, fue un día hermoso de montaña en gratísima compañía, en el que no faltaron ratos de andar silencioso -"absortos en la caminata", como escribiera Unamuno-, alternados con otros de discreto alborozo y alguna risa. Sólo hubo una mancha que ensombreció el comienzo de la jornada, afortunadamente sin mayor trascendencia.

El plan era salir tranquilos a "estirar las piernas" en una caminata que comenzó en el puerto de Navacerrada y que por la venerable y maltradata Senda Schmidt, la de los Cospes, el Carril del Gallo, el puerto de la Fuenfría, el de la Marichiva y la Garganta del Río Moros nos habría de llevar hasta la estación del Espinar, todo un clásico del hoy semiolvidado guadarramismo. Mi temor era que, como viene ocurriendo de un tiempo a esta parte, en el primer tramo del camino, especialmente en la Senda Schmidt y la de los Cospes, los "ciclistas" no nos lo iban a poner fácil.

Bien, estábamos fuera de uno de los bares del puerto de Navacerrada comentando el tema, y propuse la estrategia a seguir, consistente en actuar igual que con otros caminantes cuando avistásemos un "ciclista" lanzado a toda velocidad hacia nosotros, esto es, actuar con una mezcla bien dosificada de cortesía, educación y sentido común: cuando te cruzas con alguien que viene de frente, dejas sitio para que pase, algo por lo demás nada complicado en el ahora ensanchado camino Schmidt, pero sin salirse de la senda trepando por una piedra o metiéndose entre los helechos, ya que el monte en general y los caminos en particular son de todos, lo que quiere decir que además de uno, son también de los demás, pero también de uno. Si el humilde caminante actúa de esta manera, añadía yo, el "ciclista" puede pasar sin ningún problema. El inconveniente, eso sí, es que tiene que aminorar la velocidad, algo que no obstante cae por su peso, por cuanto es el "ciclista" el que de unos años a esta parte ha comenzado a transitar un camino que se creó hace ya más de un siglo para la gente andase. Exactamente igual que si se metiese por una acera o paseo peatonal lleno de viandantes.

Bien, parece que esto no gustó demasiado a un pintoresco "ciclista" que estaba cerca y que decidió terciar en conversación ajena diciendo que nos estábamos "pasando". El energúmeno aquel me acusó de haber dicho lo que dije para que él lo oyese; en honor a la verdad, debo decir que sí me había dado cuenta de su presencia y de que de modo un tanto descarado estaba pegando la oreja, aunque fue más bien al contrario, me plantée cambiar de tema, pero al final no lo hice porque creo que uno tiene derecho a hablar de lo que quiera con sus amigos. Si el tema hubiese sido, pongamos por caso, alguna clase de defecto físico o discapacidad, no hubiese dudado en dejarlo al avistar a alguna persona que pudiese darse por aludida, como dictan las más elementales normas de comportamiento en una sociedad civilizada, pero como la temática era, digamos, la reprobación de las malas costumbres, creo que no merecía la agresión verbal. No voy a comentar en extenso la intervención de aquel elemento maleducado al que al final hubo que mandar a hacer puñetas.

Hace no mucho alguien me preguntó qué tengo contra las bicicletas, y contesté que nada, y que además uno de los pocos deportes que he seguido ha sido el ciclismo. De hecho, soy propietario de dos de esas máquinas -por cierto, los únicos vehículos que poseo-, una de ellas una hermosa BTT de la marca BH que mis buenos cuartos me costó y que me ha deparado ratos muy agradables de esforzado pedaleo por las dehesas y cañadas del pie de monte de Guadarrama. En pistas anchas o en las aún más anchas cañadas reales de la antigua trashumancia -o lo que va quedando de ellas- me doy el gusto de pedalear fuerte y sentir el viento en la cara, pero cuando voy un camino estrecho y hay gente andando entiendo que son los caminantes los que tienen preferencia. Lo malo es que muchos elementos parecen haber olvidado algo tan elemental -o más bien, nunca tuvieron noticia de ello- y han convertido las antaño pacíficas sendas "clásicas" de Guadarrama (la Schmidt, los Cospes, los Alevines, Ortiz, la bajada de la Calle Alta del Rey hacia el Cerro Hornillo o de la Marichiva hacia el refugio del Peñalara, y un largo etcétera) en un circuito de trial en el que el caminante parece ser ahora un obstáculo. No tengo nada contra las bicicletas, pero sí contra esas cuadrillas de trogloditas que jamás pisaron una montaña (ahora tampoco lo hacen) y que, en caso de no te hubieses percatado de su presencia, algo ciertamente difícil por los gritos que van pegando, te conminan con un ¡Paso! a que saltes del camino so pena de ser arrollado, o de recibir un exabrupto si no haces ademán de salir del camino y tienen que frenar. Los que hacen esto último son los menos, porque la mayoría sabe muy bien de qué lado está razón -y puede que hasta alguna ley-, pero no falta quien me haya reprochado el haberle obligado a aminorar la velocidad. Es ciertamente demencial que quienes huyendo del asfalto y del tráfico se van caminar a la montaña, y además lo hacen por sitios que se abrieron para eso mismo, se vean así convertidos en un estorbo y en algo que simplemente sobra.

Lo peor es que pienso que este problema es un síntoma, uno más, de la decadencia del montañismo como uno lo entendía. Cuando yo era chaval, existía en efecto el montañismo-alpinismo, y la única especialización la ponían los medios, conocimientos, aptitudes, osadía y material del montañero. La gente se calzaba las botas y se iba a "patear", y a partir de ahí se pasaba, si se podía o quería, a escalar, a hacer invernales, o a lo que hiciese falta, que bien podía ser acabar metiéndose en brega en algún ochomil, pero se empezaba por calzarse las botas. Ahora resulta que la cosa se ha especializado y nadie "hace montaña": hay senderistas, bulderistas y xtrem-bikers, mientras que algunos insolentes se atreven a clasificar el alpinismo entre los "deportes de riesgo", cosa que nunca fue, por paradójico que parezca.

Lo de senderismo merece un comentario. Por estos lares es sinónimo de "montañero de segunda división", pero a uno, que con un honroso puesto en tercera regional se conforma, le molesta bastante tal uso. En Juan de Mairena escribía Machado que deporte es cruzarse la Sierra de lado a lado un día de invierno y que se quite lo demás, y quienes lo hemos hecho unas cuantas veces sabemos que tenía toda la razón.

"Ah, ¿entonces haces senderismo?" es a menudo la irritante frase que te espetan practicantes de actividades variopintas que se llevan a cabo en la montaña pero que de montañismo nada saben, y a los que a uno les gustaría verles desenvolviéndose solitos en plenos Pirineos sin más auxilio que un mapa y una brújula, un par de piernas y algo de sentido común. No es mi caso, pero puedo imaginar el grado de irritación que tamaña estupidez debe producir cuando eso se lo dicen a quien en tiempos mozos tuvo trato frecuente con las cuerdas y las inverosímiles artes de la verticalidad.

Partiendo del simple principio de que uno sale al monte a hacer lo que le venga en gana (siempre que te dejen, claro), creo que lo de recorrer esos viejos senderos sin mayor complicación técnica no sólo es algo muy agradable y relajante, sino que de hecho conforma lo que podríamos llamar la base del sistema. Suelo leer las entrevistas que hacen en la prensa a los alpinistas, y a la inevitable pregunta de cómo comenzaron sus carreras las respuesta suele ser en casi todos los casos que salían de críos al monte con sus padres, y que de aquellas "humildes" ascensiones a Siete Picos o al Gorbea surgió el deseo de ir más allá y de atreverse a más. Podríamos hacer una sencilla comparación con la natación: existen clubes donde gentes de todas las edades y con diferentes estilos practican el complicado arte de desplazarse por el agua. De vez en cuando, sale algún chaval especialmente dotado que a base de entrenamiento llega a competir y, con mucha, mucha suerte y aún más entrenamiento, puede llegar a ser olímpico y hasta a ganar alguna medalla. Bien, hace poco leí una entrevista a un nadador madrileño ex olímpico, y a la pregunta de que por qué los resultados en natación son tan escasos la respuesta fue clara: se ha invertido mucho en centros de alto rendimiento, pero las administraciones han dejado a su suerte a los clubes amateurs, que, decía, son el "humus" imprescindible para que pueda llegar a haber nadadores de élite; es decir, si en la sociedad no hay afición extendida a la natación -o a cualquier otra disciplina deportiva- el empeño en conseguir competidores de nivel será tan vano como querer obtener rosas vistosas plantándolas en arena, observación extensible, a mi juicio, al montañismo y a la música, si se quiere. Por ello, ese absurdo desprecio al mal llamado "senderismo" es como quitarle las patas a la mesa. Los iñurrategis y las segarras del futuro, si de algún lado salen, serán de esos críos que ves subiendo de la mano de sus padres por la Senda Schmidt o en las campas de Urbia y que al avistar un cercano pico pensarán por dónde se podrá subir a tan ceñuda y soberbia cumbre y comenzarán a sentir ese cosquilleo que todos hemos sentido alguna vez, y no de entre los espectadores de Desafío Everest ni payasada alguna por el estilo.

sábado, 10 de marzo de 2012

Un inglés loco, un general alemán y una oda de Horacio en el monte Ida

El monte Ida, en Creta, resulta imponente con sus casi 2.500 metros. Es una altura no excesiva, cierto, pero en una isla que casi en ningún punto alcanza 100 kilómetros de anchura, dos kilómetros y medio desde el mar son mucho desnivel. En invierno y comienzos de primavera suele estar nevado, lo que le da un especial atractivo y refuerza su apariencia de montaña cónica y casi perfecta. Además, en la Antigüedad había un circunstancia que le daba un gran prestigio: si el padre de hombres y dioses, Zeus, tenía sus moradas en el monte Olimpo, fue en una cueva del monte Ida, la gruta Coricia, donde había nacido. Su madre Rea había tenido que elegir tan peculiar y discreto paritorio por la conocida tendencia que tenía su marido Cronos a comerse a sus hijos recién nacidos. Pero quien tenga interés en las broncas familiares de los primeros dioses primigenios puede acudir a la Teogonía de Hesíodo, porque lo que nos lleva a distraer hoy nuestros ocios hilvanando historias que seguramente a nadie apenas interesarán es otra cuestión: el secuestro del general alemán Heinrich Kreipe, comandante de las fuerzas de ocupación de Creta durante la II Guerra Mundial, y la épica huida de secuestradores y secuestrado a través de la mismísima cima del monte Ida.

El protagonista de la hazaña fue un personaje peculiar con cuyos libros he tenido trato desde hace mucho: el recientemente fallecido Patrick Leigh Fermor, Paddy Fermor (1915-2011). Fermor era uno de esos clásicos "ingleses locos" que tras las huellas de Lord Byron terminaron largándose del Reino Unido y estableciéndose en algún punto del cálido Mediterráneo. Pertenece, por lo tanto, al mismo stock de aventureros como Lawrence de Arabia, alpinistas como Mallory o, ya en plan más reposado, la saga de los Durrell o de Gerald Brennan. Tenía un poco de todos ellos, y además compartía con Byron y Mallory un gran atractivo físico.

Hijo de un lord e ilustre geólogo que nunca se ocupó demasiado de su prole, Leigh Fermor era un adolescente francamente conflictivo que fue expulsado de varias instituciones académicas y hasta llegó a estar en una especie de reformatorio. Lo único en que destacaba era en deportes, aunque prefería irse a recorrer las modestas montañas británicas que los juegos de equipo, así como en literatura, griego y latín, lenguas que llegó a dominar a la perfección. En 1933, con sólo 18 años, emprendió un viaje a pie desde Holanda hasta Estambul, que años después contaría en una serie de libros que recomendamos vivamente: El tiempo de los regalos y Entre los bosques y el agua, testimonio de primera mano de una Europa Central y Oriental que en buena medida vivía como antes de 1914, y que al poco sería barrida. Entre sus escasas pertenencias llevaba un volumen con las obras de Horacio, lo que luego veremos que tendrá su importancia.

Fermor terminó sus andanzas en Grecia, donde ya parece que anduvo metido en asuntos de espionaje, y país en el que fijaría su residencia tras la guerra. Los dos libros que dedicó al hoy maltratrado país balcánico me costó dios y ayuda encontrarlos hace ya años en inglés -encontrar lo que quieres leer y no lo que el mercado editorial te quiere imponer lleva en el siglo XXI a unas pesquisas dignas del fray Guillermo de Baskerville de El nombre de la rosa- pero han sido recientemente traducidos al castellano: Roumeli, dedicado a la Grecia "continental" y balcánica de Macedonia y Tesalia, tierra de pastores nómadas alejada del topicazo de las "islas griegas", y Mani, homenaje al recóndito país de los salvajes maniotas en el sur del Peloponeso, los descendientes de los espartanos de antaño (como prueba su hoy casi extinto dialecto griego, el único que no procede de la koiné diálektos helenística), que durante siglos no fueron sometidos por nadie. Una aldea de Mani, Kardamili, sería el sitio donde Fermor residiría las últimas décadas de su vida.

En Atenas inició un romance con Balasha Cantacuzena, una aristócrata rumana descendiente de una familia que había dado emperadores a Bizancio en los siglos XIII y XIV, y allí le sorprendió el comienzo de la guerra.

Un hecho que si no decidió el éxito aliado en la II Guerra Mundial, al menos si lo favoreció, fue que el gobierno británico hiciese un inteligente uso de eso que se llama hoy los "recursos humanos". Si en Alemania prácticamente nadie estaba exento de ir a dejarse la piel en primera línea del frente, los británicos decidieron eximir del servicio regular a cualquiera que tuviese un "valor añadido" que aportar. Así, mientras ponían a los matemáticos de Oxford y Cambridge a descifrar con toda comodidad la máquina Enigma mientras que sus colegas de Tubingen o Heildelberg morían en Estalingrado, para las "operaciones especiales" en Grecia y los Balcanes reclutaron, literalmente, a un curioso ejército de helenistas y filólogos clásicos. Debe señalarse que aunque la distancia entre el griego antiguo y el moderno es equiparable a la que hay entre el latín y cualquier lengua románica actual, la tradición de los estudios clásicos en Inglaterra no sólo incluía ser capaz de entender un texto latino o griego, sino también escribirlo y hacer discursos. La cosa al final resultó bastante bien, y en todo ello Leigh Fermor jugó un papel bastante importante, entre otras cosas porque debido a sus andanzas en Grecia se manejaba fluidamente en griego moderno.

No hace falta decir que el mayor Fermor ponía muy nerviosos a sus superiores militares por su "indisciplina", pero mostró una especial habilidad reclutando y entrenando partidas de partisanos locales. Aunque sus aventuras darían para varios libros, la más sonada fue el secuestro del general Heinrich Kreipe en abril de 1944.

Creta había sido ocupada por los alemanes en mayo de 1941 -el bombardeo de Heraklion, la "Venecia cretense", fue uno de los más brutales de la guerra, y su ejecutor por cierto no fue otro que el mismo Von Richtoffen que antes había martirizado Gernika-, y por su valiosa posición estratégica, puesto que desde ella podía amenazarse Egipto, los británicos decidieron ponerles las cosas difíciles a los alemanes ayudando a la población local organizar la resistencia. Debe decirse que desde el primer momento de la ocupación los cretenses, acostumbrados durante siglos a habérselas con los turcos, de cuyo yugo se habían librado sólo en 1911, les habían puesto muy mala cara a los alemanes, que pronto aprendieron a temer a los audaces kleftes, que si bien no desdeñaban el uso del armamento moderno de fabricación británica, opinaban que tumbar al enemigo a sablazos y rematarlo degollándolo es algo mucho más honorable y civilizado que tirar bombas desde el aire.

Fue precisamente la brutalidad de las represalias alemanas contra la población civil lo que impulsó a los británicos a moderar los ataques contra las fuerzas ocupantes y a dar un golpe de mano espectacular que demostrase que los alemanes no controlaban de hecho la isla pero al mismo tiempo no justificase el fusilamiento masivo de rehenes: secuestrar al gobernador militar de la isla y llevárselo vivito y coleando a Alejandría. Para ello, desde febrero de 1944 se había puesto en marcha una operación con un comando de partisanos cretenses comandados por varios oficiales británicos, Leigh Fermor entre ellos.

El objetivo era el general Friedrich-Wilhem Müller, odiado por su brutalidad, pero como los alemanes habían tenido que sacar tropas de la isla para reforzar otros frentes, consideraron oportuno sustituirlo por Kreipe, a quien por le repugnaba el empleo de la violencia indiscriminada contra los civiles y resultaba más conciliador. No obstante, Müller, el "Carnicero de Creta", sería capturado al final de la guerra y extraditado a Grecia, donde fue fuzgado y ahorcado en 1947.

A pesar de habérseles escapado Müller, los británicos decidieron seguir adelante con el plan, facilitado además porque el megalómano general había decidido poner en cuartel general en la famosa Villa Ariadna, el palacete que el arqueólogo Evans -otro megalómano, dicho sea de paso- se había hecho construir junto a las ruinas del palacio minoico de Cnossos, es decir, en pleno campo. Así, la noche del 26 de abril los miembros del comando interceptaron el coche de Kreipe cuando llegaba a Villa Ariadna y se lo llevaron consigo, tras dejar una nota en el coche indicando que el secuestro era acción de un comando británico, para evitar represalias contra los civiles.

El plan era alcanzar un punto de la costa sur, donde un submarino británico los recogería para llevarlos a Alejandría, pero la operación de caza y captura del comando que pusieron en marcha los alemanes les puso las cosas más difíciles de lo esperado. Cuando se vieron prácticamente rodeados, un partisano cretense indicó que la única vía de escape era ascendiendo hasta la cima del Ida y bajando por la vertiente sur.

Emprendieron la ascensión de madrugada, pero resultó ser más penosa de lo pensado, ya que el Ida estaba nevado y la nieve además estaba helada. Se ha conservadon una fotografía del grupo alcanzando la cima. Ya cerca de ella, los primeros rayos del sol se reflejaron en la nieve, y el general Kreipe, que cada vez estaba más abatido -probablemente pensaba que lo iban a fusilar-, a la vista del bello espectáculo comenzó a recitar para sí la Oda a Taliarco (Carmina, I 9) de Horacio: Vides ut alta stet nive candidum / Soracte... ("¿No ves cómo se alza el refulgente Soracte con su cima blanca de nieve...?"). Fermor iba andando cerca del general y le contestó recitando el resto de la oda. Ambos en latín, of course. En la conversación posterior, Fermor, conmovido, le dijo que no se preocupase, puesto que su intención no era sino llevarlo preso, lo que bien mirado no era tan malo. Años después diría que se dió cuenta de que con aquel militar de tradición prusiana que no era nazi pero luchaba por la Alemania de Hitler compartía una misma cultura, la de la "gran tradición" europea, la cultura de una Europa que había saltado en mil pedazos. Los hermosos versos latinos de Horacio habían sido capaces de hacer confraternizar a dos personajes muy diversos que además luchaban en bandos enfrentados.

El comando logró alcanzar el punto establecido, donde un submarino los recogió. Fermor tuvo que ser llevado en parihuelas los últimos kilómetros, ya que había empezado a manifestar los primeros síntomas de una fiebre muscular provocada por la extenuante vida aventura de los últimos años, así que curiosamente tampoco volvió al frente, ya que para cuando estuvo restablecido la guerra prácticamente había acabado. Kreipe, que no tenía a sus espaldas crímenes de guerra por los que responder, fue liberado en 1947 y falleció en 1976. En cierta ocasión incluso admitió ser entrevistado por la televisión griega junto a Leigh Fermor y otros miembros del comando que lo había secuestrado.

El secuestro del general Kreipe fue llevado al cine en 1957 en I`ll met by Moonligh (Emboscada nocturna en su versión española) dirigida por Michael Power y Emeric Pressburger, en la que el papel de Leigh Fermor es interpretado nada menos que por Dirk Bogarde. Aquí se puede ver el tráiler.

En cuanto a la oda de Horacio, era bien conocida por la gente educada antes de que la ruina de las humanidades dejara estas cosas para quienes se "especializan" en Filología Clásica y la estupidez de las sucesivas reformas universitarias -da igual quién gobierne- permitiesen que ni siquiera los licenciados en Humanidades (?) tengan noticia de qué cosa sea el carpe diem, y de ella procede una de esas sentencias latinas que antes conocían por igual los aventureros ingleses y los generales de la Wehrmacht: Permitte divis cetera, "Deja a los dioses que se ocupen del resto". He aquí nuestra modesta versión.

¿No ves cómo se alza el refulgente Soracte con su cima
blanca de nieve, cómo no sostienen tanto peso
las forestas ya cansadas, cómo de hielo acerado

duros ya no fluyen los ríos?

Tú guárdate del frío sobre el hogar

echando troncos sin avaricia y, aún más generoso,

saca ya caldo añejo de cuatro años

en copa del país de los sabinios, amigo Taliarco.

Deja el resto a los dioses, ¿pues no han sido ellos

quienes calmaron los vientos que guerra daban

a la mar revuelta, vientos que ya no más

agitan los pinares ni los añosos fresnos?

No indagues ya más qué traerá el mañana,

y cada día que el Destino te diere, tú

ponlo en tu haber, y no desdeñes, muchacho,

ni los amores dulces ni las fiestas,

en tanto que a tu lozanía no le haga mella

la vejez, tarda pero segura. Toca ahora ir

a las plazas y calles, y oir los susurros de noche

a la hora que ambos convenisteis,

y la risa delatora de una joven

que se esconde en un rincón,

y la prenda arrancada de sus brazos

o de un dedo que con malicia se resiste.