domingo, 16 de diciembre de 2012

El día que se inventó el alpinismo (y de paso el Renacimiento)

"Altissimum regionis huius montem, quem non immerito Ventosum vocant, hodierno die, sola videndi insignem loci altitudinem cupiditate ductus, ascendi. Multis iter hoc annis in animo fuerat; ab infantia enim his in locis, ut nosti, fato res hominum versante, versatus sum. Mons autem hic late undique conspectus fere in oculis est..."

"En el día de hoy he ascendido al más alto monte de esta región, al que no sin motivo llaman Ventoso, guiado sólo por el deseo de contemplar la enorme altura de este lugar. Hacía muchos que anhelaba hacer esa asensión, pues, como bien sabes, desde la niñez, empujado por el destino, que tiene el hábito de enredar los asuntos humanos, he habitado en esta comarca, en la que dicha montaña está ante la vista desde casi cualquier lugar..."

Si damos crédito al gran historiador del Renacimiento Jakob Burkhartd (1818-1897), con estas líneas escritas en latín humanístico un buen día del siglo XIV Francesco Petrarca certificó la partida de nacimiento de dos cosas: el Renacimiento mismo, y de paso el alpinismo. Desde que el libro capital de Burkhardt se publicara en 1878, una legión de comentaristas y eruditos han discutido largo y tendido sobre el significado de la epístola primera del libro cuarto de las Epistulae de rerum familiarium de Petrarca, escrita (en apariencia) al atardecer del 26 de abril de 1336 y dirigida a su amigo íntimo y confesor, Dionigio del Borgo di Santo Sepolcro. La bibliografía erudita acumulada sobre la materia es gigantesca, máxime si tenemos en cuenta que el texto latino ocupa una decena escasa de páginas en octavo menor. A pesar de su brevedad, es un indicio que en la mayor parte de las grandes lenguas de cultura europeas la epístola se haya publicado de modo separado, muy a menudo con la traducción acompañada del original latino.

Petrarca nació en Arezzo, en la Toscana, en 1304 y murió en Padua en 1374, aunque, como sugiere en las líneas citadas arriba, pasó buena parte de su infancia y juventud en la Provenza, para ser más precisos en Carpentras y en Avignon, lugar al que los papas se habían exiliado de la revuelta Roma y donde eran virtuales prisioneros del rey de Francia en un jaula de oro. El padre de Petrarca también se había tenido que exiliar de Florencia, donde su facción política, los "güelfos blancos", había perdido el control frente a los "güelfos negros". Idéntico destino corrió por cierto Dante, amigo y conmilitión del padre de Petrarca. Por tanto, la silueta del Mont Ventoux, el "Gigante de la Provenza", le fue familiar desde niño, aunque es muy probable que en aquellos tiempos, en los que en la mayor parte de lo hoy tenemos por Francia no se hablaba francés, Petrarca oyese mucho más a menudo la forma provenzal, Mont Ventor, más cercana al nombre de la divinidad gala Vintur, adorada en la Antigüedad en las faldas de la montaña, y a la que dio nombre. Lo de asociarla con los vientos fue falsa etimología popular una vez que la gente olvidó al viejo numen pagano y el nombre se hizo ininteligible.

En realidad, toda la obra de Petrarca, tanto en latín como en italiano, es en sí misma el acta fundacional de eso que algo después se llamaría Renacimiento. Pero si Burkhardt eligió esta epístola como texto referencial fue porque es el que de modo más claro expresa el anhelo de Petrarca de sobrepasar la tétrica edad que le tocó vivir -el siglo XIV es el las grandes hambrunas, la Guerra de los Cien Años, el Cisma de la Iglesia y, sobre todo, el de la gran Peste Negra que  liquidó a más de un tercio de la población, la mitad incluso según algunos estudiosos, incluidas personas muy allegadas y queridas del mismo Petrarca- y de volver a revivir la Antigüedad clásica. En efecto, cuenta Petrarca que en la historia de Roma de Tito Livio leyó como el rey Filipo V de Macedonia ascendió al monte Hemo para comprobar si era de verdad el más alto de su reino y desde él se podían ver al mismo tiempo el Adriático y el Egeo, y cómo al ver que su disparatado deseo -subir una montaña sin objetivo práctico aparente- lo había cumplido un afamado varón del mundo antiguo fue el acicate que le implusó a ponerse en camino. Hasta Petrarca, la gente -la gente culta que sabía latín, se entiende- leía a Julio César o a Tito Livio como meras crónicas de los tiempos de los romanos, pero Petrarca quería volver a ese mundo y revivirlo.

Hoy puede hacernos sonreir que Petrarca considerase una considerable hazaña subir a una montaña que roza sin alcanzarlos los 2000 metros, y a cuya cima se accede hoy por una carretera devenida en mítica gracias al Tour de Francia (con la tragedia de Tom Simpsom siempre de fondo), que encima te lleva a un repetidor de televisión. Pero antes de que Torricelli inventase el barómetro en el siglo XVII no había forma alguna de medir la altura de una montaña como no fuese a ojo, y era frecuente que montañas relativamente solitarias y destacadas como el Mont Ventoux atrapasen la imaginación de la gente de modo mucho más poderoso que cimas mucho más altas pero que sobresalen poco de una determinada cordillera. Nuestros antepasados sabían poco de alturas absolutas, pero mucho de desniveles relativos y acumulados.

Por otra parte, el texto mismo no ha dejado de suscitar algunos problemas de interpretación. Se ha señalado arriba que la epístola está escrita en apariencia al atardecer del mismo día de la ascensión, pero aparte de que resulta poco creíble que en un texto literario tan elaborado haya sido compuesto a volapluma, no faltan alusiones a acontecimientos muy posteriores de la vida del mismo Petrarca y de su hermano, que le acompañó. Incluso ha habido quien haya sugerido que Petrarca se lo inventó todo y que estamos ante un mero ejercicio retórico escrito muchos años después de la pretendida fecha de la ascensión. En realidad, tales críticas se han hecho desde el desconocimiento de lo que eran las "epístolas familiares", en sí mismas todo un género literario desde la Antigüedad clásica. No estamos ante una misiva privada dirigida por Petrarca a un amigo que fue encontrada entre sus papeles después de morir, como suele ser el caso de los epistolarios de los escritores modernos que se publican años depués de su óbito, sino ante un texto que fue en efecto escrito para publicarlo y darlo a conocer a un público más amplio que el destinatario teórico. La epístola que nos ha llegado no es desde luego la misma que Petrarca escribió aquel atarceder -si es que escribió alguna entonces- sino un verdadero texto literario creado años después y que fue difundido a modo de "carta abierta" aun teniendo un destinatario concreto. Haberlo escrito como si lo hubiera hecho en el día mismo de la ascensión era tabién una convención que entraba dentro de los límites aceptados del género. A veces ocurría también que una carta privada era luego "corregida y aumentada" a la hora de publicarla dentro de una colección de epístolas familiares y darla a conocer a un público más amplio de amigos y allegados, justamente lo que en latín se denominaba familia. Que Petrarca haya contado la experiencia años después y además le haya dado un determinado sentido, no obsta para que la vivencia no haya sido auténtica. En la epístola con que cierra el libro primero de sus Tristes, colección de epístolas familiares en verso escrita durante su exilio en las riberas del Mar Negro, Ovidio afirma que las que anteceden las escribió durante el azaroso viaje por mar y tierra que le llevó de Italia hasta Tomis, en la actual Rumanía, pero ello es así mismo una mera convención, dado que nadie se dedica a componer dísticos elegiacos en un navío a punto de naufragar, mas ello no obsta para que las vivencias ahí contadas no sean igualmente auténticas.

Ciertamente Petrarca no se limita a contar la anécdota de la ascensión, sino que a la vivencia -sobre cuya veracidad nosotros no tenemos ninguna duda- le añade un sentido moral. Petrarca, persona de carácter introspectivo, debió considerar que la ascensión fue un acontecimiento singular y de gran importancia en su vida, y al contarla años después le dio un sentido moral. La ascensión física a la cima de la montaña se convierte así en metáfora de la ascensión en el duro camino en pos de la virtud, de modo que la epístola tiene dos planos de lectura, el literal, en que se nos cuenta una determinada vivencia, y el metafórico, como narración de un proceso de cambio interior. Lejos de restarle validez, esta complejidad hace que casi setecientos años después la epístola siga siendo un texto fascinante. Pasemos, no obstante, a la propia ascensión.

Un detalle de la epístola , aun no careciendo de simbolismo, como todo el resto, delata que Petrarca ya había realizado otras ascensiones; cuando decidió subir al Mont Ventoux, se le planteó el problema de la compañía adecuada: "Éste -nos dice- es más perezoso de lo que conviene, aquel otro demasiado precavido, el otro lento en exceso y de más allá amigo de correr; uno demasiado audaz, y el otro más temeroso de lo que yo querría; uno no abre la boca, el otro no se calla...". Al final, Petrarca decidió que la compañía más propicia sería la de su propio hermano Gherardo, algo más joven, pero cuyos consejos solía seguir, y así ambos se trasladaron (seguramente desde Avignon) hasta la pequeña ciudad de Malaucène, a los pies de la montaña. Al día siguiente se sintieron arredrados por la dura ascensión que debían realizar: Malaucène está a 350 metros de altitud, y la cima a 1911. Tras darse valor recordando el conocido verso de las Geórgicas de Virgilio -labor omnia vincit improbus- se pusieron en marcha.


En el camino se encontraron con un viejo pastor que afirmó haber subido a la cima en su juventud, y que les intentó disuadir de hacerlo, "ya que no había obtenido ningún beneficio, como fuese la penuria y el esfuerzo, y haberse lacerado el cuerpo y las ropas con las piedras y las zarzas". Visto que no le hacían caso, al menos les indicó el mejor camino, por una especie de canal, por donde emprendieron la dura ascensión. La cosa debió ser ciertamente bastante accidentada, porque perdieron el camino y hasta se despistaron el uno del otro y el poeta acabó medio enriscado buscando un camino más fácil que el que le señalaba su hermano. Al final, sea como fuere, lograron llegar al punto culminante del macizo. Se quedaron asombrados al ver un mar de nubes a sus pies, y el panorama era magnífico, especialmente hacia los Alpes. Los Pirineos, en cambio, no se divisaban, pero sí la costa entre Marsella y Aigues-Mortes. No obstante, Petrarca miró con nostalgia hacia Italia y recordó con melancolía que ese día se cumplían diez años desde que había dejado la ciudad de Bolonia, donde había pasado buena parte de su primera y estudiosa juventud. Entre medias había acumulado numerosas experiencias, pero aún estaba lejos "el puerto donde seguro pudiera recordar las tempestades pasadas". En el rato de descanso que se concedieron, abrió al azar un pequeño volumen de las memorias de Agustín de Hipona que siempre llevaba consigo, y se encontró con esta frase: "Et eunt homines admirari alta montium et ingentes fluctus maris et latissimos lapsus fluminum et occeani ambitum et giros siderum, et relinquunt se ipsos", esto es "marchan los hombres a contemplar las altas montañas, las enormes corrientes del mar, los dilatados cursos de los ríos, todo cuanto es contenido por el océano y las revoluciones de los astros, y se olvidan de sí mismos". Durante todo el descenso apenas habló, sino que meditó acerca del sentido que podía tener aquel azar. Llegaron ya de noche cerrada a la posada, a pesar de que habían partido antes de que amaneciese. Su vida había cambiado para siempre, y aunque los azares de la vida le llevaron a morir en Padua, pasó largos años retirado en una casita en el delicioso paraje de Vaucluse, a los pies de la montaña.

Muchos siglos después, Bernardo Atxaga escribió otro hermoso texto donde ascensión física a la montaña y ascensión interior son todo uno. Las líneas finales las dedica a glosar la epístola famosa de Petrarca (¿hay algo que Atxaga no haya leído?), palabras que dan la medida de la importancia de este texto:

Puede que Petrarca tuviera en mente el simbolismo del Gólgota, o el mito de Sísifo. Pero, sea como fuere, él fue el primero que mostró ese paralelismo de forma tan clara. Luego el cristianismo lo hizo suyo -no hay más recordar las ideas del escritor Theilard de Chardin- y pasó a la cultura de muchas sociedades. Así las cosas, resulta difícil, incluso en el País Vasco de hoy, encontrar a un montañero que quede fuera por completo de ese modelo. Habrá, por supuesto, algunos pocos que suban por puro placer, pero la mayoría, así me parece a mi, (...) son seguidores de Petrarca.
(Mendian gora, in Groenlandiako lezioa, 1998, pág. 62).

Uno no es tan optimista como el escritor de Asteasu, pero ahí queda el texto del italiano como una de las actas fundacionales del humanismo, del alpinismo y de unas cuantas cosas más.

jueves, 6 de septiembre de 2012

Dino Buzzati, escritor, periodista... y alpinista

En enero de este año se cumplían 40 años del fallecimiento en Milán del escritor italiano Dino Buzzati, nacido en 1906 en Belluno, población del Véneto situada muy cerca de los Alpes Dolomitas. Para muchos Buzzati será siempre el autor de El desierto de los tártaros, novela publicada en 1940, la desasosegante historia del teniente Giovanni Drogo, destinado a servir de por vida en una guarnición fronteriza que vigila precisamente el misterioso Desierto de los Tártaros, lugar por donde un innominado estado, que nunca sabemos si es Italia o algún tipo de potencia centroeuropea, espera desde hace siglos un ataque que nunca termina de materializarse.

No es, por supuesto, la única obra de Buzzati, que en realidad fue un escritor bastante prolífico, a pesar de que él mismo se tenía a sí mismo sobre todo por periodista. Aunque, como a menudo aclaraba, su verdadera vocación, lo que de verdad le hubiese gustado ser, era la de alpinista, y sólo muy en último lugar escritor.

Lo cierto es que Buzzati fue un más que notable escalador y alpinista, como testimonia alguna vía que lleva su nombre en los Dolomitas mismos. E igualmente, que la montaña es un elemento, casi un personaje, que aparece muy a menudo en sus escritos, incluso en los que en apariencia no tienen nada que ver con la misma. Curiosamente, los que sí que tienen que ver no son demasiados. Barnabò delle montagne fue su primer libro, publicado en 1933, una bonita de historia de aprendizaje y de redención ambientada en unas imaginarias montañas de San Michele -que no son sino los Dolomitas. Aunque algunos de los elementos presentes en El desierto de los tártaros están presentes, la montaña es el protagonista absoluto, y la breve novela, de apenas cien páginas, tiene mucho de autobiográfico; como señalaba una crítica de literatura italiana, Silvia Metzeltin, alpinista también ella, sus páginas no suelen ser leídas por igual por un profano en temas de montaña y uno que no lo sea. No se trata de que haya reflexiones profundas sobre la pasión que suscita la montaña ni nada por el estilo, sino el absoluto carácter de experiencia vivida que tienen las desripciones de escaladas y caminatas, apuntes casi banales de sensaciones varias que pueden pasar despercibidos para un lector poco avisado pero que cobran pleno sentido para quien es capaz de descrifrarlas.

En realidad, aunque la temática montañera stricto sensu no es mucho más extensa en la obra de Buzzati -un puñado de cuentos, que en general no son de los mejores, y la épica descripción de una escalada protagonizada por soldados en El desierto... -, la montaña siempre muy a menudo está presente, a menudo como marco de fondo -nuevamente, El desierto..., así como El Secreto del bosque viejo y muchas otras narraciones-, pero incluso en muchas otras donde la montaña no está presente en absoluto, metáforas más o menos evidentes, leves alusiones y gestos apenas esbozados pertenecen plenamente al mundo del alpinismo y a menudo sólo se entienden desde él, lo que lleva a postular a Metzeltin dos niveles de lectura de las obras de Buzzati: uno exotérico, el dirigido al público general, y otro esóterico, con claves y signos que sólo en iniciado en temas de montaña -o mejor dicho, quien haya vivido la montaña- puede descifrar.

Si el Buzzati escritor, como hemos visto, (en apariencia) no hace demasiada justicia a la intensa y profunda pasión que durante toda su vida sintió por la montaña y sus cosas, no pude decirse lo mismo del Buzzati periodista, carrera que por cierto desarrolló en estrecha ligazón con el milanés Corriere della sera. Desde los años 30 hasta prácticamente su fallecimiento, publicó numerosas crónicas y artículos de tema montañero, en los que frente a la contención de su obra literaria podríamos decir que literalmente se desmelenaba. Toda esta producción periodística, en general de una muy alta calidad literaria (pertenecen a la edad de oro del periodismo escrito que contaba con un muy magro soporte gráfico), amén del pulado de cuentos de temática alpinista y otros textos literarios, ha sido recogida recientemente en un volumen doble bajo el título de I fuorilegge della montagna -Los forajidos de la montaña. Su lectura me resultó sencillamente deliciosa. Por supuesto, el Buzzati periodista de temas alpinos no habla de sí mismo, pero sabe de qué habla, y muy bien. Hay de todo: desde semblanzas de tipos singulares de los que nunca has oído hablar, como el inolvidable guía alpino Tita Piaz, capaz de cubrir de insultos e improperios al mismísimo archiduque de Austria si éste vacilaba en un paso complicado (eran los tiempos del alpinismo de "élite" en el sentido más literal de la palabra), crónicas de última hora sobre la ascensión al Everest por Hillary y Tenzing, reflexiones sobre el devenir del alpinismo, y polémicas varias, en las que no obstante solía mostrarse bastante comedido.

Fue justamente su fama de imparcial lo que empujó a Bonatti después de la tragedia del Montblanc a presentarse en al redacción del Corriere y solicitar una entrevista con Buzzati, al que apenas conocía personalmente. Resultado de la larga conversación fue el largo artículo, cuya lectura aún hoy emociona, titulado sigificativamente "Non mi perdonano il torto di essere tornato vivo"  ("No me perdonan el error de haber vuelto vivo"). El artículo, imparcial pero por ello mismo rompiendo una lanza a favor del linchado y vapuleado escalador, no le atrajo a Buzzati las simpatías del elitista (en lo social) stablishment alpinista italiano de entonces, con el que ya había chocado más de una vez: un tiempo antes le habían negado la entrada en la Accademia, la selecta vanguardia del Club Alpino Italiano, porque si bien tenía méritos sobrados como escalador y alpinista, alguien adujo que como periodista Buzzati escribía artículos sobre temas de montaña, ergo se lucraba económicamente de la montaña, y eso era algo al parecer algo intolerable para una acartonada institución que seguía creyendo que vivía en los tiempos del duque de los Abruzzos.

Este hombre polifacético también fue un notable ilustrador de sus propias obras y pintor -las imágenes que adornan las portadas de sus  obras por lo general son suyas. Unas montañas surrealistas pero bellísimas, casi siempre de pura y descarnada roca que se inspiran en los Dolomitas (uno intuye que Buzzati habría amado Gredos, los Picos de Europa, los montes de la Jacetania...) suelen aparecer a menudo en su obra pictórica. El Buzzati escritor tenía también una enorme potencia visual: las descripciones de montañas y paredes suelen ser enormemente gráficas, el lector mínimamente familiarizado con el entorno de la montaña las "ve" enseguida (una cualidad que por cierto también se encuentra en las descripciones de vías y escaladas de Bonatti). Y, sin embargo, Buzzati era poco amigo de recurrir a metáforas cuando describe las montañas, recurriendo a lo sumo a la geometría. A pesar de la fértil imaginación de los seres humanos, que han visto en las montañas torres, castillos, senos y catedrales de todo tipo, en algún sitio señaló que en realidad las montañas no se parecen a nada, aparte de a ellas mismas. Quizá son los castillos y las catedrales los que quieren parecerse a las montañas, como en su fantástica Piazza del Duomo.


domingo, 3 de junio de 2012

Cosas de hace más de una década, o un viaje por un país que no existe (II)

Al fin abandonamos la carretera y comenzamos a descender por una pista. Para orientarnos en aquel laberinto de pistas y caminos que comunican entre sí los caseríos fueron de gran ayuda las indicaciones de una chica que pasaba en coche -una vez más, conocer la lengua lengua local fue de inestimable ayuda- y al cabo de no mucho rato ascendíamos por una empinada ladera en la que las praderías y las manchas de robledal se sucedían. Llovía, y la niebla no mostraba demasiadas  intenciones de irse a casa. Al cruzar un torrente que bajaba bastante crecido hubo un pequeño percance, y Santi acabó bastante mojado. Una de esas cosas que ahora recuerdas como una anécdota chistosa, pero que en el momento no tuvo demasiada gracia.
En cierto momento, ya muy arriba, el camino literalmente desaparecía al internase en un hayedo. Estábamos en el corazón del Quinto Real, una parzonería compartida por los valles de Erro,  Baztán y Aldudes que no es ni Francia ni España, por cuanto el absurdo contencioso de tres siglos entre ambos estados, que a los vecinos ni les iba ni les venía, fue resuelto retirando los mojones fronterizos y dando la doble nacionalidad a las familias de los pocos caseríos que hay ahí. Esos hayedos deben ser algo bastante parecido a Europa hace muchos miles de años, una selva verde en la que los tremendales pérfidamente cubiertos por la hojarasca, los troncos caídos por todas partes, las rocas alfombradas por el musgo y la luz verdosa filtrada por entre las ramas creaban un mundo fascinante pero muy incómodo de transitar. Un mundo en el que nuestros bosques primigenios aún eran habitados por el bisonte y el urotoro, lejano, pero en realidad no tanto: nuestros antepasados directos lo conocieron.
Salimos del bosque y continuamos la ascensión por una loma herbosa, cada vez más acongojados porque no teníamos ni idea de dónde estábamos. Y entonces se produjo el milagro. En pocos minutos, escampó, la niebla se fue y quedó una mañana soleada y brillante. Mucho más abajo de donde estábamos se veía serpentear la carretera, que salvaba un collado: debía tratarse del puerto de Urkiaga. Como el majestuoso y picudo Adi lo veíamos enfrente -subirlo había estado entre nuestros planes originarios, porque el camino por Sorogain pasa a sus pies- pudimos hacer una sencilla triangulación con la brújula y el mapa, que indicaba que en realidad no nos habíamos desviado. Un poco más adelante, encontramos una choza de cazadores, que examinamos, y en una roca vimos una marca rojiblanca de las que marcan los GR: estábamos en el lugar correcto. Reemprendimos la ascensión hacia las peñas de Argintzu, que ahora se veían perfectamente coronando la loma. Al cabo de poco rato oimos el petardeo de una moto. El ruidoso trasto, de aspecto arcaico, iba conducido por un hombre al que bautizamos como la Hormiga Atómica por el enorme y plateado casco redondo que llevaba. El hombre, que jajaba de echarle un ojo al ganado, nos dijo que íbamos por buen camino; su euskera delataba que era vecino de las Aldudes y no del Baztán.
En la vida en general y en la montaña en particular solemos esforzarmos por tomar el camino correcto, pero raramante hay nada ni nadie que nos indique cuál es, y lo que es peor, si el que hemos tomado y por el que no nos queda más remedio que seguir adelante es el correcto, y hemos de valernos de nuestra inteligencia aplicándola a los pocos elementos e indicios que el mundo nos da. Bien es cierto que los hoy accesibles y sobre todo reducidos GPS ayudan mucho en la montaña -los que había entonces eran carísimos, pesados y tenían la costumbre de dejar de recibir la señal de los satélites con niebla cerrada, que es cuando más falta hacen-, pero para la vida aún no se ha inventado trasto alguno que valga.
Alcanzamos el cordal que hace de divisoria entre los valles del Baztán y las Aldudes y a partir de allí la caminata se convirtió en una gozada. Yo al menos nunca he disfrutado tanto la montaña como recorriendo los cordales, cuando no tienes que preocuparte por buscar el camino, porque aunque no lo haya son las crestas y collados que se suceden los que te lo señalan, y ves los valles a un lado y a otro.
Al final vimos alzarse delante nuestro el imponente roquedo de Albako Haitza o Peñalba, a partir de donde el camino comenzaba a descender hacia Elizondo. El mapa señalaba que el sendero pasaba por la izquierda del peñasco, por la vetiente baztanesa, pero aquello era un precipicio herboso a cuyo pie se divisaba incluso una oveja muerta, así que la rodeamos por el lado derecho, el de las Aldudes. Inlcuso los mejores mapas, y los de Alpina son muy buenos, fallan a veces. Por unas cómodas gradas de piedra ascendimos a la cumbre, desde donde el panorama era soberbio y ya se veían montañas que me eran muy familiares: el Saioa, al que subí cuando tenía doce años un día de invierno que estaba nevado y helado y usamos las botas de fútbol como primitivos crampones, o el Mendaur, que el otoño anterior nos escupió un día de feroz borrasca y de propina me regaló una dolorosa caída; pero sobre todo allí estaba la corona dentada de Aiako Harria con sus tres cumbres, Hirumugarrieta, Txurrumurru y Erroilbide. Esta última es, al decir de los expertos, el lugar más occidental de los muchos que en el Pirineo conservan el nombre de Roldán.
Empezamos pues a bajar hacia el valle. Pronto encontramos las primeras bordas, y en una de ellas una maravillosa fuente en la que saciamos nuestra sed, porque el día que había comenzado brumoso y frío se había convertido en una tarde soleada y bastante bochornosa. Pero aún nos quedaban más de dos horas de extenuante caminata hasta que alcanzamos la capital del valle del Baztán. Con sus sucursales bancarias, tiendas de todo tipo y hasta semáforos, nunca he tenido una impresión tan fuerte de haber vuelto a la civilización como la que tuve esa tarde de mayo de hace más de diez años.

sábado, 2 de junio de 2012

Cosas de hace más de una década, o un viaje por un país que no existe (I)

Cuando inauguré este blog mi intención era sobre todo escribir de cosas de montaña, así que comenzaré por una pequeña historia de hace ya una década. Un mes de mayo mi amigo Santi y yo decidimos recorrer el tramo del GR-11 -la senda pirenaica de gran recorrido que va del cabo de Creus al de Higuer-, en concreto el tramo navarro que va de Roncesvalles hasta Hondarribia.
Salimos de Madrid en autobús hasta Pamplona, y tras unas horas de vagabundeo por la vieja capital, que por cierto aproveché para comprar en la librería Xalbador un ejemplar de Odolaren mintzoa, precisamente del bertsolari Xalbador, tomamos otro autobús que tras subir renqueando los altos de Erro y Mezkiritz nos depositó en Burguete -o Auritze. El plan era comenzar a caminar a la mañana siguiente hacia el albergue de Sorogain, donde habríamos de hacer noche, y de ahí hacia Elizondo a través de los hayedos del Quinto Real, que no tienen nada que envidiarles a los de Irati.
Pero no contábamos con la feroz niebla, que en esa parte de Navarra es especialmente maligna y obstinada. Tras desayunar en la pensión de Burguete donde nos habíamos alojado fuimos andando hasta Roncesvalles, sitio en que técnicamente comenzaba la ruta, haciendo al revés el camino de los peregrinos. La colegiata y edificios anexos apenas se intuían: en semejante mañana, uno esperaba que en cualquier momento apareciese fray Guillermo de Baskerville -o sea, Sean Connery- mientras le explicaba a Adso de Melk -Christian Slater- váyase usted a saber qué pérfido crimen perpetrado mediante códice asesino. En cualquier caso, la niebla no mostraba intención alguna de aclarar; que yo se sepa, a pesar de los ríos de tinta escritos sobre la Rota de Roncesvalles ningún historiador ha reparado en lo útil que debió ser la bruma mañanera (según las estadísticas, hay más de cien días de niebla al año en esa parte del Pirineo) como eficaz aliada de la perfidia Vasconum cierto día de verano del año 778... "Clers fut li jurz e bels fut li soleilz" dice la Chanson de Roland, claro era el día y bello lucía el sol, pero lo suyo era imaginarse la muerte de Roldán y los Doce Pares en un radiante día de verano, y no sórdidamente acabados en aquella tiniebla. A veces la densidad de la niebla se aligeraba aquí y allá y dejaba entrever las montañas y riscos de los alrededores, que de esta manera no obstante no dejaban de hacer honor a esos hermosos versos que tantas veces se repiten en el cantar épico: "Halt sunt li pui e li val tenebrus, / les roches bises, les destreiz merveillus", altos son los montes y tenebrosos los valles, pardas las rocas y temibles los desfiladeros.
Al final nos pusimos en marcha sin encomendarnos ni a dios ni al diablo, que así salió la jornada. Siguiendo la regata de Xuringoa nos internamos en un pequeño valle algo melancólico, que bajo la niebla ciertamente recordaba los viejos versos franceses, y acometimos la no muy larga pero dura subida hacia las cimas gemelas Menditxipi y Mendiaundi, desde donde el camino comienza a descender hacia Sorogain. A ratos parecía que la niebla iba a aclarar, y hasta nos dejó ver varias veces el llano de de Erro, otros se hacía aún más densa, hasta que hacia el mediodía al fin aclaró y quedó una tarde de primavera ciertamente bonita y radiante. Pero algo iba mal; caminábamos siguiendo la tenue senda marcada por muchas pisadas a través de los pastizales, pero la brújula señalaba que nos movíamos en dirección norte, cuando deberíamos hacerlo hacia el este o suroeste. Una consulta al mapa de Alpina -un día he de dedicar un sentido elogio sentimental a los mapas de la editorial catalana- al menos permitió colegir dónde nos hallábamos: al pasar junto al peñasco de Mendiaundi la senda se bifurcaba, pero desorientados por la niebla, ya que bastante teníamos con no perder el vacilante camino, habíamos tomado el que va hacia Lindus sin darnos cuenta, y de hecho lo más seguro es que ya hubiésemos rebasado la muga. Como para retomar el camino correcto había que desandar mucho de lo andado, decidimos hacer un forzado cambio de planes, y bajar hacia Urepel, donde pasaríamos la noche para dirigirnos a la mañana siguiente hacia Elizondo.
Así pues, dejamos el cordal que va a Lindus y de ahí va bajando hasta confudirse con las colinas que rodean Donibane Garazi y comenzamos a descender hacia Urepel, por una trocha montañera que al cabo de mucho rato se convirtió en pista. Las cañadas, montes y barrancos se sucedían. Aunque pronto comenzamos a ver bordas y ganados, no encontramos a nadie. Tras una caminata muy larga llegamos al fondo del valle. El calor apretaba y hacía rato que se nos había acabado el agua de las cantimploras, y aunque bajaban regatas por todas partes, al ser ya zona de prado bajo y mucho ganado no nos atrevimos a coger agua. Pronto encontramos el primer caserío, junto al que pasaba la pista, y como había una señora a la puerta, el primer ser humano que veíamos desde que habíamos salido de Roncesvalles, le pregunté si había alguna fuente. Me dijo que había varias, pero que para el caso nos llenaba las cantimploras en la cocina. La mía aún era de las que iban recubiertas de una áspera tela verdosa, y la mujer me la devolvió deplorando que se hubiese mojado, como si aquello tuviera mucha importancia: "Oi oi, oihala trenpatu duzu...". Oihala pronunciado "oi-h-ala", con aspiración, y no "oyala", como hasta entonces había oído. Dado que mi francés siempre ha sido muy vacilante, me apareció natural hablar en euskera.
Media hora después ya estábamos en el núcleo de Urepel, donde no había aboslutamente nadie. Nos detuvimos un rato mirando el monumento a Xalbador, así como el inevitable recordatorio de los muertos de la Gran Guerra, que en Urepel está en euskera: la lingua Vasconum al servicio del patriotismo francés. A los pies de la estatua del soldado -el típico poilu de la I Guerra Mundial- había una corona de flores aún bastante fresca adornada por dos bandas, una con los colores de la ikurriña y la otra con los de la tricolor francesa. Recordamos que unos días antes se habría conmemorado el Día de la Liberación: en casi toda Europa occidental el 8 de mayo es fiesta. En todo caso, impresionaba la interminable lista de muertos en tan parva localidad, y eso que Urepel y en general todo el cantón de Baigorri, según supe más tarde, fue una de las zonas del Hexágono con mayor porcentaje de insumisos y desertores, ya que con cruzar la frontera e irse a casa de unos parientes en el Baztán o aledaños podían escapar fácilmente de la matanza. Así como que no fueron pocos así mismo los baztaneses que se establecieron en las localidades vasco-francesas para no tener que ir a Cuba o a Marruecos. La comunidad de lengua y parentesco reforzada por el deseo de no tener que ir a matar y morir por la Patria -la española o la francesa-, vaya paradoja.
La fonda-hotel local estaba cerrada por vacaciones, según rezaba un cartel, así que visto el panorama no nos quedó más remedio que seguir hacia al siguiente localidad, Aldude, ya por la carretera. Serían las seis de la tarde cuando llegamos, esto es, a una hora ya francamente intempestiva tratándose de horarios franceses. Estábamos molidos, pero el cansancio se convirtió en desaliento cuando descubrimos que el hotelillo local estaba igualmente cerrado -más tarde supe en es en mayo cuando los dueños de hoteles y fondas de Iparralde más se cogen las vacaciones. Desalentados entramos en el único bar abierto, el del trinquete. Encima amenazaba lluvia
El tabernero era un chico joven, más o menos de nuestra edad -la que teníamos entonces- que debía estar bastante aburrido, porque no había nadie, y como además era bastante simpático se puso a darnos conversación. Le contamos nuestras peripecias, y Philippe, que así se llamaba, nos dijo que no nos preocupásemos, que no íbamos a pasar la noche al raso; o por usar la palabra en euskera que entonces oí por vez primera y que me encanta, afrontuan. Nos dijo que en Esnazu había otro hotelillo, y que seguro que estaba abierto, pero que no eran horas para que nos acercásemos andando hasta allí (¡a sólo tres kilómetros!), y entonces llamó por teléfono al alcalde y nos dijo que podíamos dormir en un pequeño albergue anexo a la escuela del pueblo.
Para ser exactos, junto a la escuela había dos albergues, uno más moderno, aunque no demasiado, donde había un grupo bastante ruidoso de niños de un colegio de Biarritz, y otro más antiguo, hecho de cemento y con tejados de cinc, con cierto aire de campamento militar de la II Guerra Mundial. En conjunto, todo con ese aire de cosa antigua, usada y sin embargo muy limpia, que es lo que te encuentras en Francia. Fue en el segundo donde pasamos la noche: jamás recuerdo haber sentido una sensación de confort tan agradable como cuando arrebujado en mi saco de dormir por fin se puso a llover. Afuera.
El día amaneció igualmente brumoso, lo que nos desalentó bastante. Los niños que estaban de campamentos desayunaban, y una mujer entrada ya en la cuarentena nos preguntó en francés si queríamos desayunar nosotros también. Al darse cuenta de que no me manejaba muy bien en esa lengua, intentó hablar en castellano, que dominaba igual de mal que yo el francés, de modo que le dije que sabía euskera. Nunca me he encontrado con una reacción más positiva y alegre por hablar la lingua Vasconum; nuestra alegre anfitriona le hizo saber a su compañera, que andaba igual de atareada dando de desayunar a los niños de Biarritz -tanto ellos como los monitores hablaban en francés-, que los dos misteriosos forateros venidos de Madrid vía Roncesvalles hablaban en eskuara. La tarde anterior ya le había oído a Philippe hablar con cierto desdén de las gentes de Miarritze: "Miarritze Eskual Herrian dago, baina ez duzu Eskual Herria ere" fueron sus palabras. Tras del desayuno intenté averiguar a quién se debía pagar el alojamiento y desayuno, pero la respuesta fue taxativa: la mujer me dijo con una sonrisa que con decir por ahí que las gentes de Aldude saben acoger a los pobres montañeros perdidos se darían por bien pagados. Lo cierto es que siempre tuve la sensación de que la curiosa familiaridad dada por la lengua vasca tuvo que ver bastante con que no tuviésemos que pasar la noche afrontuan.
El bar del trinquete estaba cerrado, así que no pudimos despedirnos de Philippe para agradecerle la atención. Emprendimos la marcha cuesta arriba por la carretera que lleva hacia el puerto de Urkiaga, y que debíamos abandonar por una pista una vez pasada la aldea de Esnazu, a la que llegamos tras una media hora. Las montañas estaban cubiertas por la niebla, y caía una fina llovizna. El hotel de que nos había hablado Phillippe estaba abierto, así que entramos a tomar un café y a hacer tiempo a ver si acalaraba, porque no teníamos demasiadas ganas de volvernos a perder. Lo atendía una mujer de mediana edad, quien debía estar igualmente aburrida, porque pronto se mostró bastante locuaz.
Al preguntarnos acerca de donde veníamos, se dio un pequeño malentendido lingüístico, porque al contarle una vez más nuestras desventuras, la mujer añadió a modo de comentario: "A, Orreagatik korrituz jin zizte!". No era la primera vez que oía la expresión. Yo le expliqué que habíamos venido andando, no corriendo, pero se me ocurrió que el dichoso korritu debía ser otra cosa. "Korritu zer da, mendian ibili edo?". "Horixe, horixe, mendian ibili, mendira juin, ta hola". Me hizo gracia la pregunta que me hizo a continuación: "Eta zuek nola erraiten duzue korritu Espainian?". Le contesté que, a lo que sabía, en España no hay una palabra en euskera específica para "andar por el monte". La mujer nos tranquilizó acerca de la niebla, que pronto se iría -"Sarri juinen duzu"-, lo que fue cierto, y nos dijo que de joven el camino a Elizondo a través de Argibel y Harrikulunka lo había hecho a pie muchas veces, porque tenía parientes en España, en Elizondo. Al fin nos despedimos, y salimos del hotel. Tras dejar atrás las pocas casas de Esnazu, la carretera hacía una curva muy pronunciada, de la que si el mapa de Alpina y las explicaciones de la hotelera no mentían salía la pista que luego e convertiría en senda y nos llevaría cerca del puerto de Urkiaga pero más arriba, desde donde sin problema habríamos de retomar el GR-11 cerca de las imponentes peñas de Argintzu.  

lunes, 14 de mayo de 2012

Cuando la lengua es la (única) patria

Hace años me dejé olvidado en un tren de cercanías un libro que apreciaba mucho. Intenté consolarme pensando que quizá llegase a manos de quien le pudiese sacar igual provecho y disfrute. No sé si pensaría igual la persona que no mucho después en otro convoy abandonó a su suerte otro libro. En aquella época mi trabajo estaba cerca de la Cibeles, y todas las noches tomaba el tren en la estación de Recoletos, que entre semana y pasadas las 10 de la noche es uno de los lugares más tétricos del mundo. Luego los vagones solían estar vacíos de gente, pero los centenares, quizá miles de viajeros que habían transportado durante el día seguían estando presentes de alguna manera; el aire estaba cargado, y el suelo y asientos cubiertos de periódicos  gratuitos o restos de los mismos, dando cuenta de una actualidad a punto de convertirse en agua pasada, arrugados y manoseados.
Había sido un día en que al cansancio de un trabajo lleno de espinas y aguijonazos se había sumado algún tipo de aflicción personal, porque guardo el vago recuerdo de que sólo deseaba llegar cuanto antes a casa y proceder a esa disolución temporal de nuestro ser que es el sueño. Según me senté atrajo mi atención un libro no muy grueso que había en el asiento de enfrente. Se llamaba El último encuentro, y su autor era Sándor Márai. Lo tomé, leí la noticia de la contraportada, pero no me resultó especialmente atractivo lo que prometía; el título incluso me parecía algo cursi. Pero sea como fuere, comencé a leerlo, más por matar el aburrimiento del viaje que por otra cosa. Terminé la lectura en casa varias horas más tarde, ya de madrugada. Así es como me convertí en un devoto seguidor del escritor húngaro, al poco de que una pequeña editorial -entonces lo era- apostase por traducir y publicar a aquel desconocido, y bastante antes de que cualquier suplemento cultural o dominical le dedicase espacio alguno, cuando Márai ya contaba con un discreto pero fiel número de lectores.
Sin embargo, aunque Márai fue un gran novelista, el libro entre los suyos que más me ha cautivado es ¡Tierra, tierra!, escrito hacia 1970: se trata de las memorias de tres años, exactamente desde enero de 1945 hasta el verano de 1948, es decir, desde el día en que Márai vio al primer soldado del Ejército Rojo en una aldea cercana a Budapest donde se había escondido con su familia huyendo de los cruces flechadas -la feroz variante local del fascismo, a cuyo lado los SS pasaban por correctos caballeros-  en razón de su remota ascendencia judía, hasta que decidió abandonar su patria -la física- para no volver nunca más.
Pero no es exacto del todo decir que abandonó su patria -sea lo que fuere lo que se esconda tras esa resbaladiza y ambigua palabra. La localidad natal de Márai, Kassa, en la que había nacido en 1900 como súbdito del Imperio Austro-húngaro, por obra de la ingeniería étnica de la posguerra quedo anexionada a Eslovaquia -entonces Checoslovaquia-, y el estado húngaro de entreguerras, aquella extraña monarquía sin monarca cuyo fino cronista social había sido él mismo, simplemente había desaparecido.
En 1947 Márai pudo hacer un viaje a Suiza, Italia y Francia. El telón de acero no había caído del todo, y los ciudadanos del Este aún tenían cierta libertad de movimientos. Naturalmente, se planteó no volver, pero lo que encontró en Europa occidental no le alentó demasiado: estaba tan envilecido y desprovisto de alma como Europa oriental. Fue sólo entonces cuando se percató de cuál era su verdadera patria:
"¿Dónde estaba mi sitio? ¿En un Occidente arrasado que de tanto mentir se había vuelto sordo? ¿O bien debía regresar a Hungría? ¿Y qué me esperaba allí? ¿La "patria"?... No tenía ganas de hacer promesas ni de concebir ilusiones. No creía que la "patria" me estuviera esperando. Pero hay en la vida instantes en que oímos una respuesta o un mensaje pronunciados en voz muy baja. tenía que regresar a Hungría, donde no se em aguardaba, donde no existían para mi tareas ni misiones, pero donde había algo que para mí es lo único que tiene sentido en la vida: la lengua húngara.
En ese momento lo comprendí por segunda vez con todas sus consecuencias. Porque a mí, ni de joven ni de mayor, ni siquiera después de haber vivido dos guerras mundiales, nunca me ha interesado nada más -de verdad y con todos sus componentes y detalles- que la lengua húngara y su manifestación más plena y suprema, la literatura húngara. Una lengua que -entre los miles de millones de seres humanos- sólo entienden diez millones. Una literatura que -al estar encerrada en esa lengua- nunca ha podido, por más esfuerzos heroicos que haya hecho, dirigirse al mundo en su auténtica realidad. Sin embargo, para mí esa lengua y esa literatura siginifican una vida plena, porque sólo en esta lengua puedo decir lo que quiero decir (y sólo en esta lengua puedo callar lo que deseo callar). Porque sólo soy verdaderamente yo mientras pueda traducir mis pensamientos en palabras húngaras. Por ejemplo, la idea -surgida en la noche del 10 de febrero de 1947- de que para mí no hay más patria que la lengua húngara. así que debía volver inmediatamente a Hungría. Vivir allí, esperar a que se pudiera escribir de nuevo libremente (...)"
Pero la evolución de los acontecimientos en Hungría en los meses siguientes le empujó a tomar la resolución de exiliarse. Intuyendo que quizás no volvería nunca -de hecho, se suicidó en 1989 en California, después de morir su mujer y su hijo, unos meses antes de que Hungría abriese sus fronteras- durante meses se aplicó a almacenar en su interior toda la cantidad posible de lengua húngara:
"De repente, como buscan el agua subterránea los animales y las plantas en época de sequía, yo comencé a buscar, en las obras de los escritores húngaros de "segunda fila", ese algo que me quería llevar, porque sabía que en el extranjero no podría encontrar ni rastro de ello".
No es que Márai se ocupase afanosamente en recopilar esas obras de "segunda fila" para llevárselas físicamente en su equipaje, sino que se dedicó durante meses a leerlas, a absorberlas, para llevarlas en su interior. Porque la paradoja es que este escritor que primero había abandonado la escritura en alemán para escribir en su lengua materna y luego había hecho de esta su única patria pasó el resto de su vida cultivando la literatura en húngaro sin que pudiese publicar nada en Hungría, único sitio donde sus libros podían ser entendidos -tras la caída del Muro, cuando unos pocos connoisseurs buscaron sus libros, se encontraron que, incluso en cierta librería de Budapest famosa por pasar literatura de contrabando prohibida por el régimen, ignoraban que nunca hubiese existido un escritor llamado Sándor Márai, a pesar de haber sido el escritor "de moda" del periodo de entreguerras. Durante décadas, fue un escritor situado fuera de su comunidad lingüística, la única que podía entenderle.
El caso de Márai recuerda parcialmente al de otro exiliado, el premio Nobel Isaac Bashevis Singer, aún más trágico si cabe, por cuanto desde su exilio neoyorquino escribía en una lengua prácticamente extinta por simple liquidación física de sus hablantes, el yiddish. Sin embargo, Singer se cuidó de que sus libros apareciesen en cuidada versión inglesa. Algunos libros de Márai fueron traducidos antes y después de la guerra, pero puntualmente. Por otra parte, aunque Márai colaboró a veces con la radio Europa Libre, tampoco se labró una carrera de militante anticomunista: su falta de fe en el comunismo derivaba más bien de una falta de fe en la Idea Única, sea esta la que fuere, que de un entusiasmo ferviente por los valores defendidos por el bloque occidental. No tuvo ninguna vocación de ser el Solzenistin húngaro.
En esta obra no faltan algunas reflexiones sobre la cultura húngara que inevitablemente me recuerdan a cosas de casa. El húngaro ciertamente tiene más hablantes que el euskera, pero vive igualmente encerrado en su mundo. Del mismo modo, pertenece a la cultura europea, pero sin entrar en ninguna de sus grandes regiones lingüísticas -la románica, la germánica, la eslava...
"(...) el idioma húngaro no se hallaba todavía tan anclado en las distintas capas de la conciencia literaria como el alemán, el italiano o el francés. Estas lenguas europeas se nutrían de su periferia idiomática teutónica, latina, eslava... El idioma húngaro no había sido almacenado en ningún lugar: hubo de reunir sus palabras durante un milenio entero, echando mano de vocablos prestados que en ocasiones eran extraños y no tenían nada que ver con el espíritu del idioma. El poeta húngaro, al cavar en las capas más profundas de su conciencia, no siempre encontraba palabras o términos apropiados para describir un fenómeno nuevo: era como si la lengua se hubiese quedado adormilada, somnolienta, en algún lugar lejano del siglo pasado. (...) Había que darle al idioma húngaro una buena dosis de vitaminas porque, después de mil años de presencia en Europa, seguía necesitando el alimento que recibía de otras lenguas. Un escritor checo que en medio del proceso de escritura descubría que necesitaba urgentemente alguna expresión recurría a las lenguas vecinas, al idioma ruso, al polaco o a algún dialecto eslavo, y encontraba de inmediato todo lo que precisaba. Pero el húngaro, ¿a quién podía pedir prestado?".
Después de todo, Márai recuerda que los nómadas magiares que allá por siglo X se establecieron en las llanuras danubianas no buscaban hacer ni cultura ni una patria, sólo pastos para sus animales. "Fueron precisamente los poetas los que terminaron transformando los pastos en patria. Siempre son los poetas los que transforman los pastos en patria". En húngaro patria se dice szülöföld. Ignoro si, como en euskera aberri, fue una de esas palabras que en determinado momento hubieron de ser "importadas" porque la había en otras lenguas pero no en húngaro. Para Márai, la lengua terminó por ser la única que conocía.
Aunque sin mediar exilio físico alguno, las reflexiones de Márai me recuerdan inevitablemente a un bello poema de Xabier Lete, publicado en su último libro: Kantu xahar batek hunkitu nau ustekabean (Egunsentiaren ezku izoztuak, "Neguan izan zen" XI).

Una vieja canción aún me ha emocionado de improvisto
ha herido mis remotas raíces
que ahora sangran y desnudas
ya no tienen el amparo de la tierra amada,
una cierta melancolía me lleva a aquellos tiempos
en los que eran legítimas asombrosas denominaciones
a los ecos que eran acrecentados por los pasos,
pero hay acaso esperanza en el país de los sones
acaso no fueron también envilecidos los campos sagrados
los vuelos de las palomas blancas en los montes
las herramientas, los rincones cabe el fuego, los gestos de amor con lo nuestro,
cuando hay algo ahí que debiera ser la patria
pero ya no está,
sólo esa ausencia y dispersión,
todo ya perdido, en quienes se marcharon
o quizá en quienes se quedaron pero sin saberlo,
sin poder ya adivinar qué era lo que nos construía,
hechos girones los más hermosos vestidos
aquellos que vestía el casero los días de fiesta
cuando aún habitaba poéticamente la tierra,
y esa gran pena ante lo que se nos va extrañando
cuando también hablar del amor es una herida del desaliento,
"adios ene maitea, adios sekulako".

Lete ya había dejado de creer en patria alguna. Recuerdo, no obstante, que en la última entrevista que le hicieron en la radio rompió a sollozar cuando pusieron la vieja canción de amor Adios ene maitea, adios sekülako cantada por Antton Valverde.

lunes, 16 de abril de 2012

Der Wanderer über dem Nebelmeer

Ha habido un cuadro del pintor alemán Caspar David Friedrich (1774-1840) que siempre me ha fascinado: se llama Der Wandeder über dem Nebelmeer (El caminante sobre el mar de niebla). Fue pintado en 1818 y hoy se conserva en la Kunsthalle de Hamburgo, aunque hace ya bastantes años pude verlo en una memorable exposición que el Prado dedicó a ese enigmático artista alemán. Eran, por cierto, aquellos felices tiempos de entrada gratuita, cuando al museo casi sólo entraban los turistas extranjeros y algunos estudiantes y podías ver y dialogar con los cuadros sin verte constreñido por una rugiente masa provista de móviles y otros artefactos ruidosos. Por aquellos años uno de mis libros de cabecera era el Hiperión de Hölderlin, estricto contemporáneo de Friedrich, y mi edición llevaba en la portada otro cuadro de Friedrich: el no menos inquietante Mar de hielo.

Lo cierto es que esa idea, la de llegar a la cima de una montaña y encontrarte que las nubes y la niebla apenas te dejan entrever nada, siempre me ha fascinado: nunca he considerado un día perdido alguno de aquellos es que asciendes esforzadamente a una cima para encontrarte con que apenas puedes ver nada. Esos días casi los considero más hermosos que los demás. Ver las nubes sobresaliendo del mar nubes es ciertamente hermoso, pero cuando apenas ves más allá que las rocas más cercanas emergiendo fantasmales de entre la niebla y la nieve para mi empieza la fascinación.

Hay un soneto muy hermoso del poeta John Keats, románticamente fallecido de tuberculosis en Roma a la edad de 25 años, que trata de esa introspectiva fascinación: Written upon the Top of Ben Nevis. En él Keats se encuentra en la cima de la montaña escocesa, blind in mist, cegada por la niebla: I look into the chasms, and a shroud / vaporous doth hide them; - just so much I wist / Mankind do know of hell; I look o'erhead, / and there is sullen mist, - even so much / Mankind tell of heaven; mist is spread / before the earth, beneath me... "Y yo miro a los abismos, y un manto de niebla / me los oculta, y entonces yo querría / que sepan los hombres que hay un infierno, y miro hacia arriba / y sólo hay niebla triste, y aún así / pueden los hombres hablar de un cielo, y la niebla esconde / la tierra a mis pies...". ¿Y qué decir del poema de Joxean Artze, Gure bazterrak? Quizá los mejores paisajes son aquellos que no llegamos a ver, porque son los que están en lo más profundo de nosotros.

Otro poeta romántico, Giacomo Leopardi, tiene un poema que quizá nos da la clave de esa fascinación: L'infinito. De niño, Leopardi solía subir a una colina junto a su Recanati natal a la que los paisanos llamaban de modo un tanto misterioso el Monte Tabor. Curiosamente, esta pequeña montaña impedía ver desde la ciudad el majestuoso panorama que quedaba detrás, el de los Montes Apeninos que se dirigen hacia el mar Adriático a través de la región de la Marcas. Y, paradójicamente, esa limitación del paisaje real hacía que Leopardi se anonadase entre los paisajes interiores: Ma sedendo e mirando, interminati / spazi di là da quella, e sovrumani / silenzi, e profondisima quiete / io nel pensier mi fingo; ove per poco / il cor non si spaura. Al final, de la limitación de los sentidos llega a una idea de eternidad y de abandono de sí mismo: e mi sovvien l'eterno / e le morti stagioni, e la presente / e viva, e il suon di lei. Cosí tra questa / immensità s'annega il pensier mio: / e il naufragar m'è dolce in questo mare.

Yo también he naufragado muchas veces en el Nebelmeer que me fascinó una fría mañana de domingo de noviembre de hace ya casi dos décadas.



Here are the craggy stones beneath my feet, / thus much I know that, a poor witless elf, / I tread on them, - that all muy eye doth meet / ist mist and crag, not only on this height, / but in the world of thought and mental might! "Aquí están las escarpadas rocas, bajo mis pies, / y sólo sé que, pobre duende sin ingenio, / piso sobre ellas, y cuanto mi ojo alcanza a ver / no es sino risco y niebla, no sólo en esta cima / sino en el mundo del espíritu y todos sus poderes".

lunes, 19 de marzo de 2012

De caminantes, bicicletas y otras cosas

Hace no mucho tiempo vi un reportaje de la BBC en La 2 en el que a propósito de no me acuerdo qué hablaban de la anatomía humana, de los inconvenientes que nos ha acarreado que nuestros antepasados se irguiesen para poder avistar la caza (y a sus depredadores) y un buen número de cosas más que ahora no hacen al caso. Decían, sea como fuere, que visto como máquina el cuerpo humano está magníficamente diseñado para andar, es decir, desplazarse sobre ambas piernas a una velocidad de entre 4 y 6 kilómetros por hora; "metiendo caña", llegamos hasta los 7 e incluso 8, pero más allá ya se trata de correr. Ahora bien, como corredores somos bastante flojillos, y como nadadores aún peores. Bien es cierto que en milenios de cultura y civilización hemos aprendido a domesticar animales como el caballo, que hemos creado toda suerte de artefactos que nos desplazan por tierra, mar y aire e incluso hasta fuera de la Tierra misma y, the last but non the least, que en el ultimo siglo y medio largo ha habido una singular caterva de gentes empeñadas en contradecir la ley de la gravedad y que a semejanza de las largatijas, salamandras y otros bichos podemos subir por una pared vertical e incluso superar un extraplomo, con el agravante añadido de que tal cosa suele hacerse por el mero gusto de hacerlo. Nil mortalibus ardui est, / caelum ipsum petimus, "No hay nada arduo para los mortales, / y al mismo cielo apuntamos", sentenció sabiamente Horacio. Pero ocurre que la cultura va por delante de la evolución natural, y a la fecha andar sigue siendo la forma más natural de desplazarnos, aquella para la que mejor estamos adaptados y la que menos lesiones nos produce, dicho sea de paso.

Pergeño estas divagaciones (que espero no lleguen a desvarío) bajo la influencia de lo vivido ayer. Sin dudarlo, fue un día hermoso de montaña en gratísima compañía, en el que no faltaron ratos de andar silencioso -"absortos en la caminata", como escribiera Unamuno-, alternados con otros de discreto alborozo y alguna risa. Sólo hubo una mancha que ensombreció el comienzo de la jornada, afortunadamente sin mayor trascendencia.

El plan era salir tranquilos a "estirar las piernas" en una caminata que comenzó en el puerto de Navacerrada y que por la venerable y maltradata Senda Schmidt, la de los Cospes, el Carril del Gallo, el puerto de la Fuenfría, el de la Marichiva y la Garganta del Río Moros nos habría de llevar hasta la estación del Espinar, todo un clásico del hoy semiolvidado guadarramismo. Mi temor era que, como viene ocurriendo de un tiempo a esta parte, en el primer tramo del camino, especialmente en la Senda Schmidt y la de los Cospes, los "ciclistas" no nos lo iban a poner fácil.

Bien, estábamos fuera de uno de los bares del puerto de Navacerrada comentando el tema, y propuse la estrategia a seguir, consistente en actuar igual que con otros caminantes cuando avistásemos un "ciclista" lanzado a toda velocidad hacia nosotros, esto es, actuar con una mezcla bien dosificada de cortesía, educación y sentido común: cuando te cruzas con alguien que viene de frente, dejas sitio para que pase, algo por lo demás nada complicado en el ahora ensanchado camino Schmidt, pero sin salirse de la senda trepando por una piedra o metiéndose entre los helechos, ya que el monte en general y los caminos en particular son de todos, lo que quiere decir que además de uno, son también de los demás, pero también de uno. Si el humilde caminante actúa de esta manera, añadía yo, el "ciclista" puede pasar sin ningún problema. El inconveniente, eso sí, es que tiene que aminorar la velocidad, algo que no obstante cae por su peso, por cuanto es el "ciclista" el que de unos años a esta parte ha comenzado a transitar un camino que se creó hace ya más de un siglo para la gente andase. Exactamente igual que si se metiese por una acera o paseo peatonal lleno de viandantes.

Bien, parece que esto no gustó demasiado a un pintoresco "ciclista" que estaba cerca y que decidió terciar en conversación ajena diciendo que nos estábamos "pasando". El energúmeno aquel me acusó de haber dicho lo que dije para que él lo oyese; en honor a la verdad, debo decir que sí me había dado cuenta de su presencia y de que de modo un tanto descarado estaba pegando la oreja, aunque fue más bien al contrario, me plantée cambiar de tema, pero al final no lo hice porque creo que uno tiene derecho a hablar de lo que quiera con sus amigos. Si el tema hubiese sido, pongamos por caso, alguna clase de defecto físico o discapacidad, no hubiese dudado en dejarlo al avistar a alguna persona que pudiese darse por aludida, como dictan las más elementales normas de comportamiento en una sociedad civilizada, pero como la temática era, digamos, la reprobación de las malas costumbres, creo que no merecía la agresión verbal. No voy a comentar en extenso la intervención de aquel elemento maleducado al que al final hubo que mandar a hacer puñetas.

Hace no mucho alguien me preguntó qué tengo contra las bicicletas, y contesté que nada, y que además uno de los pocos deportes que he seguido ha sido el ciclismo. De hecho, soy propietario de dos de esas máquinas -por cierto, los únicos vehículos que poseo-, una de ellas una hermosa BTT de la marca BH que mis buenos cuartos me costó y que me ha deparado ratos muy agradables de esforzado pedaleo por las dehesas y cañadas del pie de monte de Guadarrama. En pistas anchas o en las aún más anchas cañadas reales de la antigua trashumancia -o lo que va quedando de ellas- me doy el gusto de pedalear fuerte y sentir el viento en la cara, pero cuando voy un camino estrecho y hay gente andando entiendo que son los caminantes los que tienen preferencia. Lo malo es que muchos elementos parecen haber olvidado algo tan elemental -o más bien, nunca tuvieron noticia de ello- y han convertido las antaño pacíficas sendas "clásicas" de Guadarrama (la Schmidt, los Cospes, los Alevines, Ortiz, la bajada de la Calle Alta del Rey hacia el Cerro Hornillo o de la Marichiva hacia el refugio del Peñalara, y un largo etcétera) en un circuito de trial en el que el caminante parece ser ahora un obstáculo. No tengo nada contra las bicicletas, pero sí contra esas cuadrillas de trogloditas que jamás pisaron una montaña (ahora tampoco lo hacen) y que, en caso de no te hubieses percatado de su presencia, algo ciertamente difícil por los gritos que van pegando, te conminan con un ¡Paso! a que saltes del camino so pena de ser arrollado, o de recibir un exabrupto si no haces ademán de salir del camino y tienen que frenar. Los que hacen esto último son los menos, porque la mayoría sabe muy bien de qué lado está razón -y puede que hasta alguna ley-, pero no falta quien me haya reprochado el haberle obligado a aminorar la velocidad. Es ciertamente demencial que quienes huyendo del asfalto y del tráfico se van caminar a la montaña, y además lo hacen por sitios que se abrieron para eso mismo, se vean así convertidos en un estorbo y en algo que simplemente sobra.

Lo peor es que pienso que este problema es un síntoma, uno más, de la decadencia del montañismo como uno lo entendía. Cuando yo era chaval, existía en efecto el montañismo-alpinismo, y la única especialización la ponían los medios, conocimientos, aptitudes, osadía y material del montañero. La gente se calzaba las botas y se iba a "patear", y a partir de ahí se pasaba, si se podía o quería, a escalar, a hacer invernales, o a lo que hiciese falta, que bien podía ser acabar metiéndose en brega en algún ochomil, pero se empezaba por calzarse las botas. Ahora resulta que la cosa se ha especializado y nadie "hace montaña": hay senderistas, bulderistas y xtrem-bikers, mientras que algunos insolentes se atreven a clasificar el alpinismo entre los "deportes de riesgo", cosa que nunca fue, por paradójico que parezca.

Lo de senderismo merece un comentario. Por estos lares es sinónimo de "montañero de segunda división", pero a uno, que con un honroso puesto en tercera regional se conforma, le molesta bastante tal uso. En Juan de Mairena escribía Machado que deporte es cruzarse la Sierra de lado a lado un día de invierno y que se quite lo demás, y quienes lo hemos hecho unas cuantas veces sabemos que tenía toda la razón.

"Ah, ¿entonces haces senderismo?" es a menudo la irritante frase que te espetan practicantes de actividades variopintas que se llevan a cabo en la montaña pero que de montañismo nada saben, y a los que a uno les gustaría verles desenvolviéndose solitos en plenos Pirineos sin más auxilio que un mapa y una brújula, un par de piernas y algo de sentido común. No es mi caso, pero puedo imaginar el grado de irritación que tamaña estupidez debe producir cuando eso se lo dicen a quien en tiempos mozos tuvo trato frecuente con las cuerdas y las inverosímiles artes de la verticalidad.

Partiendo del simple principio de que uno sale al monte a hacer lo que le venga en gana (siempre que te dejen, claro), creo que lo de recorrer esos viejos senderos sin mayor complicación técnica no sólo es algo muy agradable y relajante, sino que de hecho conforma lo que podríamos llamar la base del sistema. Suelo leer las entrevistas que hacen en la prensa a los alpinistas, y a la inevitable pregunta de cómo comenzaron sus carreras las respuesta suele ser en casi todos los casos que salían de críos al monte con sus padres, y que de aquellas "humildes" ascensiones a Siete Picos o al Gorbea surgió el deseo de ir más allá y de atreverse a más. Podríamos hacer una sencilla comparación con la natación: existen clubes donde gentes de todas las edades y con diferentes estilos practican el complicado arte de desplazarse por el agua. De vez en cuando, sale algún chaval especialmente dotado que a base de entrenamiento llega a competir y, con mucha, mucha suerte y aún más entrenamiento, puede llegar a ser olímpico y hasta a ganar alguna medalla. Bien, hace poco leí una entrevista a un nadador madrileño ex olímpico, y a la pregunta de que por qué los resultados en natación son tan escasos la respuesta fue clara: se ha invertido mucho en centros de alto rendimiento, pero las administraciones han dejado a su suerte a los clubes amateurs, que, decía, son el "humus" imprescindible para que pueda llegar a haber nadadores de élite; es decir, si en la sociedad no hay afición extendida a la natación -o a cualquier otra disciplina deportiva- el empeño en conseguir competidores de nivel será tan vano como querer obtener rosas vistosas plantándolas en arena, observación extensible, a mi juicio, al montañismo y a la música, si se quiere. Por ello, ese absurdo desprecio al mal llamado "senderismo" es como quitarle las patas a la mesa. Los iñurrategis y las segarras del futuro, si de algún lado salen, serán de esos críos que ves subiendo de la mano de sus padres por la Senda Schmidt o en las campas de Urbia y que al avistar un cercano pico pensarán por dónde se podrá subir a tan ceñuda y soberbia cumbre y comenzarán a sentir ese cosquilleo que todos hemos sentido alguna vez, y no de entre los espectadores de Desafío Everest ni payasada alguna por el estilo.

sábado, 10 de marzo de 2012

Un inglés loco, un general alemán y una oda de Horacio en el monte Ida

El monte Ida, en Creta, resulta imponente con sus casi 2.500 metros. Es una altura no excesiva, cierto, pero en una isla que casi en ningún punto alcanza 100 kilómetros de anchura, dos kilómetros y medio desde el mar son mucho desnivel. En invierno y comienzos de primavera suele estar nevado, lo que le da un especial atractivo y refuerza su apariencia de montaña cónica y casi perfecta. Además, en la Antigüedad había un circunstancia que le daba un gran prestigio: si el padre de hombres y dioses, Zeus, tenía sus moradas en el monte Olimpo, fue en una cueva del monte Ida, la gruta Coricia, donde había nacido. Su madre Rea había tenido que elegir tan peculiar y discreto paritorio por la conocida tendencia que tenía su marido Cronos a comerse a sus hijos recién nacidos. Pero quien tenga interés en las broncas familiares de los primeros dioses primigenios puede acudir a la Teogonía de Hesíodo, porque lo que nos lleva a distraer hoy nuestros ocios hilvanando historias que seguramente a nadie apenas interesarán es otra cuestión: el secuestro del general alemán Heinrich Kreipe, comandante de las fuerzas de ocupación de Creta durante la II Guerra Mundial, y la épica huida de secuestradores y secuestrado a través de la mismísima cima del monte Ida.

El protagonista de la hazaña fue un personaje peculiar con cuyos libros he tenido trato desde hace mucho: el recientemente fallecido Patrick Leigh Fermor, Paddy Fermor (1915-2011). Fermor era uno de esos clásicos "ingleses locos" que tras las huellas de Lord Byron terminaron largándose del Reino Unido y estableciéndose en algún punto del cálido Mediterráneo. Pertenece, por lo tanto, al mismo stock de aventureros como Lawrence de Arabia, alpinistas como Mallory o, ya en plan más reposado, la saga de los Durrell o de Gerald Brennan. Tenía un poco de todos ellos, y además compartía con Byron y Mallory un gran atractivo físico.

Hijo de un lord e ilustre geólogo que nunca se ocupó demasiado de su prole, Leigh Fermor era un adolescente francamente conflictivo que fue expulsado de varias instituciones académicas y hasta llegó a estar en una especie de reformatorio. Lo único en que destacaba era en deportes, aunque prefería irse a recorrer las modestas montañas británicas que los juegos de equipo, así como en literatura, griego y latín, lenguas que llegó a dominar a la perfección. En 1933, con sólo 18 años, emprendió un viaje a pie desde Holanda hasta Estambul, que años después contaría en una serie de libros que recomendamos vivamente: El tiempo de los regalos y Entre los bosques y el agua, testimonio de primera mano de una Europa Central y Oriental que en buena medida vivía como antes de 1914, y que al poco sería barrida. Entre sus escasas pertenencias llevaba un volumen con las obras de Horacio, lo que luego veremos que tendrá su importancia.

Fermor terminó sus andanzas en Grecia, donde ya parece que anduvo metido en asuntos de espionaje, y país en el que fijaría su residencia tras la guerra. Los dos libros que dedicó al hoy maltratrado país balcánico me costó dios y ayuda encontrarlos hace ya años en inglés -encontrar lo que quieres leer y no lo que el mercado editorial te quiere imponer lleva en el siglo XXI a unas pesquisas dignas del fray Guillermo de Baskerville de El nombre de la rosa- pero han sido recientemente traducidos al castellano: Roumeli, dedicado a la Grecia "continental" y balcánica de Macedonia y Tesalia, tierra de pastores nómadas alejada del topicazo de las "islas griegas", y Mani, homenaje al recóndito país de los salvajes maniotas en el sur del Peloponeso, los descendientes de los espartanos de antaño (como prueba su hoy casi extinto dialecto griego, el único que no procede de la koiné diálektos helenística), que durante siglos no fueron sometidos por nadie. Una aldea de Mani, Kardamili, sería el sitio donde Fermor residiría las últimas décadas de su vida.

En Atenas inició un romance con Balasha Cantacuzena, una aristócrata rumana descendiente de una familia que había dado emperadores a Bizancio en los siglos XIII y XIV, y allí le sorprendió el comienzo de la guerra.

Un hecho que si no decidió el éxito aliado en la II Guerra Mundial, al menos si lo favoreció, fue que el gobierno británico hiciese un inteligente uso de eso que se llama hoy los "recursos humanos". Si en Alemania prácticamente nadie estaba exento de ir a dejarse la piel en primera línea del frente, los británicos decidieron eximir del servicio regular a cualquiera que tuviese un "valor añadido" que aportar. Así, mientras ponían a los matemáticos de Oxford y Cambridge a descifrar con toda comodidad la máquina Enigma mientras que sus colegas de Tubingen o Heildelberg morían en Estalingrado, para las "operaciones especiales" en Grecia y los Balcanes reclutaron, literalmente, a un curioso ejército de helenistas y filólogos clásicos. Debe señalarse que aunque la distancia entre el griego antiguo y el moderno es equiparable a la que hay entre el latín y cualquier lengua románica actual, la tradición de los estudios clásicos en Inglaterra no sólo incluía ser capaz de entender un texto latino o griego, sino también escribirlo y hacer discursos. La cosa al final resultó bastante bien, y en todo ello Leigh Fermor jugó un papel bastante importante, entre otras cosas porque debido a sus andanzas en Grecia se manejaba fluidamente en griego moderno.

No hace falta decir que el mayor Fermor ponía muy nerviosos a sus superiores militares por su "indisciplina", pero mostró una especial habilidad reclutando y entrenando partidas de partisanos locales. Aunque sus aventuras darían para varios libros, la más sonada fue el secuestro del general Heinrich Kreipe en abril de 1944.

Creta había sido ocupada por los alemanes en mayo de 1941 -el bombardeo de Heraklion, la "Venecia cretense", fue uno de los más brutales de la guerra, y su ejecutor por cierto no fue otro que el mismo Von Richtoffen que antes había martirizado Gernika-, y por su valiosa posición estratégica, puesto que desde ella podía amenazarse Egipto, los británicos decidieron ponerles las cosas difíciles a los alemanes ayudando a la población local organizar la resistencia. Debe decirse que desde el primer momento de la ocupación los cretenses, acostumbrados durante siglos a habérselas con los turcos, de cuyo yugo se habían librado sólo en 1911, les habían puesto muy mala cara a los alemanes, que pronto aprendieron a temer a los audaces kleftes, que si bien no desdeñaban el uso del armamento moderno de fabricación británica, opinaban que tumbar al enemigo a sablazos y rematarlo degollándolo es algo mucho más honorable y civilizado que tirar bombas desde el aire.

Fue precisamente la brutalidad de las represalias alemanas contra la población civil lo que impulsó a los británicos a moderar los ataques contra las fuerzas ocupantes y a dar un golpe de mano espectacular que demostrase que los alemanes no controlaban de hecho la isla pero al mismo tiempo no justificase el fusilamiento masivo de rehenes: secuestrar al gobernador militar de la isla y llevárselo vivito y coleando a Alejandría. Para ello, desde febrero de 1944 se había puesto en marcha una operación con un comando de partisanos cretenses comandados por varios oficiales británicos, Leigh Fermor entre ellos.

El objetivo era el general Friedrich-Wilhem Müller, odiado por su brutalidad, pero como los alemanes habían tenido que sacar tropas de la isla para reforzar otros frentes, consideraron oportuno sustituirlo por Kreipe, a quien por le repugnaba el empleo de la violencia indiscriminada contra los civiles y resultaba más conciliador. No obstante, Müller, el "Carnicero de Creta", sería capturado al final de la guerra y extraditado a Grecia, donde fue fuzgado y ahorcado en 1947.

A pesar de habérseles escapado Müller, los británicos decidieron seguir adelante con el plan, facilitado además porque el megalómano general había decidido poner en cuartel general en la famosa Villa Ariadna, el palacete que el arqueólogo Evans -otro megalómano, dicho sea de paso- se había hecho construir junto a las ruinas del palacio minoico de Cnossos, es decir, en pleno campo. Así, la noche del 26 de abril los miembros del comando interceptaron el coche de Kreipe cuando llegaba a Villa Ariadna y se lo llevaron consigo, tras dejar una nota en el coche indicando que el secuestro era acción de un comando británico, para evitar represalias contra los civiles.

El plan era alcanzar un punto de la costa sur, donde un submarino británico los recogería para llevarlos a Alejandría, pero la operación de caza y captura del comando que pusieron en marcha los alemanes les puso las cosas más difíciles de lo esperado. Cuando se vieron prácticamente rodeados, un partisano cretense indicó que la única vía de escape era ascendiendo hasta la cima del Ida y bajando por la vertiente sur.

Emprendieron la ascensión de madrugada, pero resultó ser más penosa de lo pensado, ya que el Ida estaba nevado y la nieve además estaba helada. Se ha conservadon una fotografía del grupo alcanzando la cima. Ya cerca de ella, los primeros rayos del sol se reflejaron en la nieve, y el general Kreipe, que cada vez estaba más abatido -probablemente pensaba que lo iban a fusilar-, a la vista del bello espectáculo comenzó a recitar para sí la Oda a Taliarco (Carmina, I 9) de Horacio: Vides ut alta stet nive candidum / Soracte... ("¿No ves cómo se alza el refulgente Soracte con su cima blanca de nieve...?"). Fermor iba andando cerca del general y le contestó recitando el resto de la oda. Ambos en latín, of course. En la conversación posterior, Fermor, conmovido, le dijo que no se preocupase, puesto que su intención no era sino llevarlo preso, lo que bien mirado no era tan malo. Años después diría que se dió cuenta de que con aquel militar de tradición prusiana que no era nazi pero luchaba por la Alemania de Hitler compartía una misma cultura, la de la "gran tradición" europea, la cultura de una Europa que había saltado en mil pedazos. Los hermosos versos latinos de Horacio habían sido capaces de hacer confraternizar a dos personajes muy diversos que además luchaban en bandos enfrentados.

El comando logró alcanzar el punto establecido, donde un submarino los recogió. Fermor tuvo que ser llevado en parihuelas los últimos kilómetros, ya que había empezado a manifestar los primeros síntomas de una fiebre muscular provocada por la extenuante vida aventura de los últimos años, así que curiosamente tampoco volvió al frente, ya que para cuando estuvo restablecido la guerra prácticamente había acabado. Kreipe, que no tenía a sus espaldas crímenes de guerra por los que responder, fue liberado en 1947 y falleció en 1976. En cierta ocasión incluso admitió ser entrevistado por la televisión griega junto a Leigh Fermor y otros miembros del comando que lo había secuestrado.

El secuestro del general Kreipe fue llevado al cine en 1957 en I`ll met by Moonligh (Emboscada nocturna en su versión española) dirigida por Michael Power y Emeric Pressburger, en la que el papel de Leigh Fermor es interpretado nada menos que por Dirk Bogarde. Aquí se puede ver el tráiler.

En cuanto a la oda de Horacio, era bien conocida por la gente educada antes de que la ruina de las humanidades dejara estas cosas para quienes se "especializan" en Filología Clásica y la estupidez de las sucesivas reformas universitarias -da igual quién gobierne- permitiesen que ni siquiera los licenciados en Humanidades (?) tengan noticia de qué cosa sea el carpe diem, y de ella procede una de esas sentencias latinas que antes conocían por igual los aventureros ingleses y los generales de la Wehrmacht: Permitte divis cetera, "Deja a los dioses que se ocupen del resto". He aquí nuestra modesta versión.

¿No ves cómo se alza el refulgente Soracte con su cima
blanca de nieve, cómo no sostienen tanto peso
las forestas ya cansadas, cómo de hielo acerado

duros ya no fluyen los ríos?

Tú guárdate del frío sobre el hogar

echando troncos sin avaricia y, aún más generoso,

saca ya caldo añejo de cuatro años

en copa del país de los sabinios, amigo Taliarco.

Deja el resto a los dioses, ¿pues no han sido ellos

quienes calmaron los vientos que guerra daban

a la mar revuelta, vientos que ya no más

agitan los pinares ni los añosos fresnos?

No indagues ya más qué traerá el mañana,

y cada día que el Destino te diere, tú

ponlo en tu haber, y no desdeñes, muchacho,

ni los amores dulces ni las fiestas,

en tanto que a tu lozanía no le haga mella

la vejez, tarda pero segura. Toca ahora ir

a las plazas y calles, y oir los susurros de noche

a la hora que ambos convenisteis,

y la risa delatora de una joven

que se esconde en un rincón,

y la prenda arrancada de sus brazos

o de un dedo que con malicia se resiste.