En enero de este año se cumplían 40 años del fallecimiento en Milán del escritor italiano Dino Buzzati, nacido en 1906 en Belluno, población del Véneto situada muy cerca de los Alpes Dolomitas. Para muchos Buzzati será siempre el autor de El desierto de los tártaros, novela publicada en 1940, la desasosegante historia del teniente Giovanni Drogo, destinado a servir de por vida en una guarnición fronteriza que vigila precisamente el misterioso Desierto de los Tártaros, lugar por donde un innominado estado, que nunca sabemos si es Italia o algún tipo de potencia centroeuropea, espera desde hace siglos un ataque que nunca termina de materializarse.
No es, por supuesto, la única obra de Buzzati, que en realidad fue un escritor bastante prolífico, a pesar de que él mismo se tenía a sí mismo sobre todo por periodista. Aunque, como a menudo aclaraba, su verdadera vocación, lo que de verdad le hubiese gustado ser, era la de alpinista, y sólo muy en último lugar escritor.

En realidad, aunque la temática montañera stricto sensu no es mucho más extensa en la obra de Buzzati -un puñado de cuentos, que en general no son de los mejores, y la épica descripción de una escalada protagonizada por soldados en El desierto... -, la montaña siempre muy a menudo está presente, a menudo como marco de fondo -nuevamente, El desierto..., así como El Secreto del bosque viejo y muchas otras narraciones-, pero incluso en muchas otras donde la montaña no está presente en absoluto, metáforas más o menos evidentes, leves alusiones y gestos apenas esbozados pertenecen plenamente al mundo del alpinismo y a menudo sólo se entienden desde él, lo que lleva a postular a Metzeltin dos niveles de lectura de las obras de Buzzati: uno exotérico, el dirigido al público general, y otro esóterico, con claves y signos que sólo en iniciado en temas de montaña -o mejor dicho, quien haya vivido la montaña- puede descifrar.

Fue justamente su fama de imparcial lo que empujó a Bonatti después de la tragedia del Montblanc a presentarse en al redacción del Corriere y solicitar una entrevista con Buzzati, al que apenas conocía personalmente. Resultado de la larga conversación fue el largo artículo, cuya lectura aún hoy emociona, titulado sigificativamente "Non mi perdonano il torto di essere tornato vivo" ("No me perdonan el error de haber vuelto vivo"). El artículo, imparcial pero por ello mismo rompiendo una lanza a favor del linchado y vapuleado escalador, no le atrajo a Buzzati las simpatías del elitista (en lo social) stablishment alpinista italiano de entonces, con el que ya había chocado más de una vez: un tiempo antes le habían negado la entrada en la Accademia, la selecta vanguardia del Club Alpino Italiano, porque si bien tenía méritos sobrados como escalador y alpinista, alguien adujo que como periodista Buzzati escribía artículos sobre temas de montaña, ergo se lucraba económicamente de la montaña, y eso era algo al parecer algo intolerable para una acartonada institución que seguía creyendo que vivía en los tiempos del duque de los Abruzzos.
Este hombre polifacético también fue un notable ilustrador de sus propias obras y pintor -las imágenes que adornan las portadas de sus obras por lo general son suyas. Unas montañas surrealistas pero bellísimas, casi siempre de pura y descarnada roca que se inspiran en los Dolomitas (uno intuye que Buzzati habría amado Gredos, los Picos de Europa, los montes de la Jacetania...) suelen aparecer a menudo en su obra pictórica. El Buzzati escritor tenía también una enorme potencia visual: las descripciones de montañas y paredes suelen ser enormemente gráficas, el lector mínimamente familiarizado con el entorno de la montaña las "ve" enseguida (una cualidad que por cierto también se encuentra en las descripciones de vías y escaladas de Bonatti). Y, sin embargo, Buzzati era poco amigo de recurrir a metáforas cuando describe las montañas, recurriendo a lo sumo a la geometría. A pesar de la fértil imaginación de los seres humanos, que han visto en las montañas torres, castillos, senos y catedrales de todo tipo, en algún sitio señaló que en realidad las montañas no se parecen a nada, aparte de a ellas mismas. Quizá son los castillos y las catedrales los que quieren parecerse a las montañas, como en su fantástica Piazza del Duomo.