sábado, 10 de diciembre de 2011

Montañeros de antaño (II): Una monja gallega en el Sinaí

En el post anterior prometía otro sobre la aventura de una monja gallega que subió al monte Sinaí. Aquí va. También debo decir que el título no está exento de cierto ssensacionalismo, puesto que su protagonista no era seguramente ni monja ni, a lo que parece, gallega, no al menos en el sentido que damos a esta palabra en la actualidad. Allá va su historia, digna eso sí, de que Álvaro Cunqueiro la hubiese narrado en sabrosa y fecunda prosa galaica. Tendréis que conformaros, pues, con la seca prosa de este pobre vardulio de ascendencia vascónica malamante romanizado y romanceado.



Allá por el siglo VII de nuestra era Valerio, un eremita que vivía en las ásperas tierras del Bierzo, escribió una carta en la que daba cuenta de las aventuras de una singular mujer, procedente como él de la Provincia Gallaecia, que en tiempos del emperador Teodosio, allá por las postrimerías del siglo IV, había emprendido una peregrinación que la llevó a recorrer las tierras de Egipto, el Sinaí, Palestina y, de vuelta a Hispania, la rutilante nueva capital del Imperio, Cosntantinopla, así como la vieja pero no menos espplendorososa capital: Roma, caput mundi. Todo ello, no hace falta decirlo, en pos de la nueva fe cristiana, católica y ortodoxa, que el mismo emperador Teodosio ("nacido, precisamente, en España", como maliciosamente apostillaba don Luis Gil) acaba de oficializar como única religión verdadera del Orbe Romano, que para el caso venía a ser lo mismo que el orbe a secas.



Y aquí empiezan los problemas, porque la cuestión es que ni siquiera sabemos cuál era el nombre exacto de la peregrina. Los modernos optan por el de Egeria -y así haremos nosotros también en adelante-, pero en los diversos manuscritos medievales que nos han transmitido la carta de Valerio el nombre en cuestión aparece copiado de modos diversos, al albur de los copistas de los monasterios visigóticos y astur-leoneses, quienes, no lo olvidemos, no gastaban gafas y tenían que hacer su muy meritorio trabajo a la luz de velas y lámparas de aceite: además de Egeria, tenemos también Aetheria, Echeria, Pulqueria, Eiheriai... No falta, además, quien haya propuesto que el nombre de la señora en cuestión no era ninguno de ellos, sino Euqueria (Eucheria en ortografía latina), lo que haría pensar nada menos que estaría emparentada con el noble patricio Euquerio, tío carnal por lado materno del mismísimo señor del Orbe de Occidente y Oriente, el divino Teodosio, hipótesis que no está falta de fundamento, como algo más abajo veremos.



Lo de que fuese "gallega" es también custionable. Tras la profunda reforma de las provincias imperiales acometida por el emperador Diocleciano a principios del siglo IV, la nueva Provincia Gallaecia se extendía por prácticamente todo el noroeste peninsular, englobando no sólo la actual Galicia, sino también el Tras Os Montes portugués, Asturias, León y buena parte de Castilla la Vieja. Así, del emperador Teodosio, nacido en la villa familiar de Cauca, la actual Coca, en Segovia, se decia así mismo que era "galaico". En cuanto a lo de "monja", en las postrimerías del siglo IV simplemente es que no había monjas. En las provincias orientales del Imperio, singularmente en Egipto, Siria y Capadocia, sí habían empezado a aperecer las primeras congregaciones de eremitas varones, pero tal cosa no ocurrirá en el Occidente latino hasta el siglo VI, y los primerios monasterios femeninos no surgen hasta aún más tarde.



Así pues, lo único que podemos afirmar con seguridad es que nuestra "montañera" fue una noble dama (a fines del siglo IV sólo la gente potentada se podía permitir viajar por capricho, por muy divino que fuese el capricho), que vivió en la segunda mitad del siglo IV de nuestra era y que era originaria de algún lugar del tercio noroccidental de la Península Ibérica. Los aficionados a Cuarto Milenio y a las novelas históricas de Toti Martínez de Lecea seguramente echarán de menos mayor precisión, pero así son las cosas. Por lo que respecta a su rango, sea cierta o no su vinculación con la dinastía imperial teodosiana, además del mero hecho de que podía permitirse viajar y era una señora bastante ilustrada, ambas cosas reservadas a muy poca gente en aquellos siglos, leyendo la relación de su peregrinación nos enteramos de que iba, por decirlo de alguna de manera, con buena recomendación a todas partes, de que solía hacerlo en litera (como Cleopatra en las películas), de que contaba con la protección de una escolta armada y, last but no least, de que tenía derecho a usar los servicios del llamado cursus publicus, es decir, el sistema de postas imperial, reservado para usos oficiales y militares, y cuyo uso particular era un estimado privilegiado concedido a unos pocos afortunados bien relacionados con el emperador. Estos datos hacen pensar que, en efecto, nuestra Egeria -o Euqueria- era alguien muy cercano a la familia del emperador Teodosio, con la que en todo caso compartía origen geográfico.



Además de todo ello, Valerio nos informa de que esta Pitita Ridruejo del mundo tardorromano no se limitó a emprender una peregrinación entre lo místico y lo turístico, sino que además consignó una valiosa relación de lo visto y vivido en aquel periplo. Tal relación, aunque fue copiada, saqueada y fusilada durante siglos por compiladores varios interesados en escribir sobre los santos lugares, luego se dió por perdida hasta que en 1884 el erudito italiano Gian Francesco Gamurrini encontró en la ciudad de Arezzo un códice del siglo XI, procedente, a lo que parece, de la abadía de Montecassino, que contenía copiada parte de la narración original de Egeria. El texto, por desgracia, está incompleto, pues sólo contiene la parte del viaje que va de la ascensión del Sinaí (la que nos interesa) hasta que al autora se pone en ruta hacia Constantinopla.



Aunque la parafernalia religiosa de Egeria echará para atrás a más de uno (de hecho, si subió al Sinaí, fue para visitar el lugar donde Yahvé entregó las Tablas de la Ley a Moisés), leyendo la relación uno no puede menos que simpatizar con Egeria, que en todo caso debió ser una mujer curiosa, con una mirada limpia y muy enérgica: lo de emprender un viaje semejante por su cuenta debió escandalizar por igual a sus contemporáneos paganos y cristianos, que si en algo coincidían es que el lugar de una mujer decente era la rueca en la intimidad del hogar. Junto a la procedencia geográfica, hay también otro rasgo que emparenta a Egeria con otra fémina inquieta y andariega de muchos siglos después, y es su delicioso estilo, coloquial y muy vivo. Aunque Egeria poseía ua buena cultura, escribe en un lenguaje muy lejano del acartonado, libresco e insufrible latín pseudo-clásico de sus contemporáneos varones, y usa numerosos giros coloquiales que muy a menudo anuncian las ya en ciernes lenguas románicas. Ello le ha valido que en lugar de honor en los estudios acerca del llamado latín vulgar.



Lo que sigue es un romanceamiento hecho por mi mismo en lenguaje vulgar de Castilla de lo contado por Egeria (o Euqueria...) hace algo más de mil seiscientos años.


... y andando llegamos a cierto lugar donde aquellas montañas hacia las que nos dirigíamos se abren y forman un valle amplísimo, enorme y de gran belleza, tras el que se veía ya el santo monte de Dios, el Sinaí. [Sigue un excursus sobre los acontecimientos bíblicos ocurridos en dicho valle, como la adoración del Becerro de Oro mientras Moisés se iba de excursión montañera] Así pues, el sábado por la tarde llegamos a dicho monte, y alcanzamos un monasterio cuyos monjes nos acogieron con gran amabilidad [obviamente, se trata del monasterio de Santa Catalina del Sinaí, que aún existe]. Hay ahí una iglesia y su correspondiente sacerdote. Tras pasar la noche en ese lugar, el domingo de buena mañana acometimos la ascensión de cada una de las montañas del lugar, acompañados por el sacerdote y otros monjes. Ahora bien, dichas montañas no se pueden ascender si no es con enorme trabajo, pues no puedes subirlos haciendo lazadas -o en zig-zag, como se suele decir-, sino de frente, y luego es menester que cada uno lo destrepes por las bravas hasta llegar al pie del monte que está en el medio, que es el Sinaí propiamente dicho. Y es así que con la ayuda de Cristo nuestro Dios, así como de las oraciones de los santos varones que nos acopañaban, y con gran fatiga, pues que abajo hube de abandonar mi silla de mano, aunque no es menos cierto que la fatiga apenas la sentía, pues iba viendo cómo con la ayuda de Dios estaba cerca de cumplir un propósito tan largo tiempo deseado, digo pues que en la hora cuarta alcanzamos la cima del santo monte de Dios, el Sinaí. [...] En cima de dicha montaña central no hay nada, sino una pequeña capilla y la covacha donde estuvo Moisés. Y una vez que hubimos leído todo cuanto viene en el libro de Moisés, y hechas las ofrendas, como nos dijeron, los sacerdotes que ahí hay nos dieron un tentempié a base de manzanas, que se recogen ahí mismo. Aunque toda esa parte del Sinaí es un pedregal, tanto a los pies de aquella montaña central que llamamos Sinaí, como en los lugares de alrededor, hay algo de tierra cultivable (...).


Luego Egeria pasa a narrar el espectacular pateo que con sus acompañantes hizo por el macizo del Sinaí en pos de todos los acontecimientos narrados en el Éxodo. No fue ciertamente una escalada extrema, pero teniendo en cuenta que los peregrinos-turistas modernos a menudo suben a lomos de un camello, todo nuestro respeto a Egeria, noble dama galaica del siglo IV que bien sabía que la fatiga es menos cuando se está a punto de alzanzar lo largamente deseado.

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