domingo, 3 de junio de 2012

Cosas de hace más de una década, o un viaje por un país que no existe (II)

Al fin abandonamos la carretera y comenzamos a descender por una pista. Para orientarnos en aquel laberinto de pistas y caminos que comunican entre sí los caseríos fueron de gran ayuda las indicaciones de una chica que pasaba en coche -una vez más, conocer la lengua lengua local fue de inestimable ayuda- y al cabo de no mucho rato ascendíamos por una empinada ladera en la que las praderías y las manchas de robledal se sucedían. Llovía, y la niebla no mostraba demasiadas  intenciones de irse a casa. Al cruzar un torrente que bajaba bastante crecido hubo un pequeño percance, y Santi acabó bastante mojado. Una de esas cosas que ahora recuerdas como una anécdota chistosa, pero que en el momento no tuvo demasiada gracia.
En cierto momento, ya muy arriba, el camino literalmente desaparecía al internase en un hayedo. Estábamos en el corazón del Quinto Real, una parzonería compartida por los valles de Erro,  Baztán y Aldudes que no es ni Francia ni España, por cuanto el absurdo contencioso de tres siglos entre ambos estados, que a los vecinos ni les iba ni les venía, fue resuelto retirando los mojones fronterizos y dando la doble nacionalidad a las familias de los pocos caseríos que hay ahí. Esos hayedos deben ser algo bastante parecido a Europa hace muchos miles de años, una selva verde en la que los tremendales pérfidamente cubiertos por la hojarasca, los troncos caídos por todas partes, las rocas alfombradas por el musgo y la luz verdosa filtrada por entre las ramas creaban un mundo fascinante pero muy incómodo de transitar. Un mundo en el que nuestros bosques primigenios aún eran habitados por el bisonte y el urotoro, lejano, pero en realidad no tanto: nuestros antepasados directos lo conocieron.
Salimos del bosque y continuamos la ascensión por una loma herbosa, cada vez más acongojados porque no teníamos ni idea de dónde estábamos. Y entonces se produjo el milagro. En pocos minutos, escampó, la niebla se fue y quedó una mañana soleada y brillante. Mucho más abajo de donde estábamos se veía serpentear la carretera, que salvaba un collado: debía tratarse del puerto de Urkiaga. Como el majestuoso y picudo Adi lo veíamos enfrente -subirlo había estado entre nuestros planes originarios, porque el camino por Sorogain pasa a sus pies- pudimos hacer una sencilla triangulación con la brújula y el mapa, que indicaba que en realidad no nos habíamos desviado. Un poco más adelante, encontramos una choza de cazadores, que examinamos, y en una roca vimos una marca rojiblanca de las que marcan los GR: estábamos en el lugar correcto. Reemprendimos la ascensión hacia las peñas de Argintzu, que ahora se veían perfectamente coronando la loma. Al cabo de poco rato oimos el petardeo de una moto. El ruidoso trasto, de aspecto arcaico, iba conducido por un hombre al que bautizamos como la Hormiga Atómica por el enorme y plateado casco redondo que llevaba. El hombre, que jajaba de echarle un ojo al ganado, nos dijo que íbamos por buen camino; su euskera delataba que era vecino de las Aldudes y no del Baztán.
En la vida en general y en la montaña en particular solemos esforzarmos por tomar el camino correcto, pero raramante hay nada ni nadie que nos indique cuál es, y lo que es peor, si el que hemos tomado y por el que no nos queda más remedio que seguir adelante es el correcto, y hemos de valernos de nuestra inteligencia aplicándola a los pocos elementos e indicios que el mundo nos da. Bien es cierto que los hoy accesibles y sobre todo reducidos GPS ayudan mucho en la montaña -los que había entonces eran carísimos, pesados y tenían la costumbre de dejar de recibir la señal de los satélites con niebla cerrada, que es cuando más falta hacen-, pero para la vida aún no se ha inventado trasto alguno que valga.
Alcanzamos el cordal que hace de divisoria entre los valles del Baztán y las Aldudes y a partir de allí la caminata se convirtió en una gozada. Yo al menos nunca he disfrutado tanto la montaña como recorriendo los cordales, cuando no tienes que preocuparte por buscar el camino, porque aunque no lo haya son las crestas y collados que se suceden los que te lo señalan, y ves los valles a un lado y a otro.
Al final vimos alzarse delante nuestro el imponente roquedo de Albako Haitza o Peñalba, a partir de donde el camino comenzaba a descender hacia Elizondo. El mapa señalaba que el sendero pasaba por la izquierda del peñasco, por la vetiente baztanesa, pero aquello era un precipicio herboso a cuyo pie se divisaba incluso una oveja muerta, así que la rodeamos por el lado derecho, el de las Aldudes. Inlcuso los mejores mapas, y los de Alpina son muy buenos, fallan a veces. Por unas cómodas gradas de piedra ascendimos a la cumbre, desde donde el panorama era soberbio y ya se veían montañas que me eran muy familiares: el Saioa, al que subí cuando tenía doce años un día de invierno que estaba nevado y helado y usamos las botas de fútbol como primitivos crampones, o el Mendaur, que el otoño anterior nos escupió un día de feroz borrasca y de propina me regaló una dolorosa caída; pero sobre todo allí estaba la corona dentada de Aiako Harria con sus tres cumbres, Hirumugarrieta, Txurrumurru y Erroilbide. Esta última es, al decir de los expertos, el lugar más occidental de los muchos que en el Pirineo conservan el nombre de Roldán.
Empezamos pues a bajar hacia el valle. Pronto encontramos las primeras bordas, y en una de ellas una maravillosa fuente en la que saciamos nuestra sed, porque el día que había comenzado brumoso y frío se había convertido en una tarde soleada y bastante bochornosa. Pero aún nos quedaban más de dos horas de extenuante caminata hasta que alcanzamos la capital del valle del Baztán. Con sus sucursales bancarias, tiendas de todo tipo y hasta semáforos, nunca he tenido una impresión tan fuerte de haber vuelto a la civilización como la que tuve esa tarde de mayo de hace más de diez años.

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