domingo, 16 de diciembre de 2012

El día que se inventó el alpinismo (y de paso el Renacimiento)

"Altissimum regionis huius montem, quem non immerito Ventosum vocant, hodierno die, sola videndi insignem loci altitudinem cupiditate ductus, ascendi. Multis iter hoc annis in animo fuerat; ab infantia enim his in locis, ut nosti, fato res hominum versante, versatus sum. Mons autem hic late undique conspectus fere in oculis est..."

"En el día de hoy he ascendido al más alto monte de esta región, al que no sin motivo llaman Ventoso, guiado sólo por el deseo de contemplar la enorme altura de este lugar. Hacía muchos que anhelaba hacer esa asensión, pues, como bien sabes, desde la niñez, empujado por el destino, que tiene el hábito de enredar los asuntos humanos, he habitado en esta comarca, en la que dicha montaña está ante la vista desde casi cualquier lugar..."

Si damos crédito al gran historiador del Renacimiento Jakob Burkhartd (1818-1897), con estas líneas escritas en latín humanístico un buen día del siglo XIV Francesco Petrarca certificó la partida de nacimiento de dos cosas: el Renacimiento mismo, y de paso el alpinismo. Desde que el libro capital de Burkhardt se publicara en 1878, una legión de comentaristas y eruditos han discutido largo y tendido sobre el significado de la epístola primera del libro cuarto de las Epistulae de rerum familiarium de Petrarca, escrita (en apariencia) al atardecer del 26 de abril de 1336 y dirigida a su amigo íntimo y confesor, Dionigio del Borgo di Santo Sepolcro. La bibliografía erudita acumulada sobre la materia es gigantesca, máxime si tenemos en cuenta que el texto latino ocupa una decena escasa de páginas en octavo menor. A pesar de su brevedad, es un indicio que en la mayor parte de las grandes lenguas de cultura europeas la epístola se haya publicado de modo separado, muy a menudo con la traducción acompañada del original latino.

Petrarca nació en Arezzo, en la Toscana, en 1304 y murió en Padua en 1374, aunque, como sugiere en las líneas citadas arriba, pasó buena parte de su infancia y juventud en la Provenza, para ser más precisos en Carpentras y en Avignon, lugar al que los papas se habían exiliado de la revuelta Roma y donde eran virtuales prisioneros del rey de Francia en un jaula de oro. El padre de Petrarca también se había tenido que exiliar de Florencia, donde su facción política, los "güelfos blancos", había perdido el control frente a los "güelfos negros". Idéntico destino corrió por cierto Dante, amigo y conmilitión del padre de Petrarca. Por tanto, la silueta del Mont Ventoux, el "Gigante de la Provenza", le fue familiar desde niño, aunque es muy probable que en aquellos tiempos, en los que en la mayor parte de lo hoy tenemos por Francia no se hablaba francés, Petrarca oyese mucho más a menudo la forma provenzal, Mont Ventor, más cercana al nombre de la divinidad gala Vintur, adorada en la Antigüedad en las faldas de la montaña, y a la que dio nombre. Lo de asociarla con los vientos fue falsa etimología popular una vez que la gente olvidó al viejo numen pagano y el nombre se hizo ininteligible.

En realidad, toda la obra de Petrarca, tanto en latín como en italiano, es en sí misma el acta fundacional de eso que algo después se llamaría Renacimiento. Pero si Burkhardt eligió esta epístola como texto referencial fue porque es el que de modo más claro expresa el anhelo de Petrarca de sobrepasar la tétrica edad que le tocó vivir -el siglo XIV es el las grandes hambrunas, la Guerra de los Cien Años, el Cisma de la Iglesia y, sobre todo, el de la gran Peste Negra que  liquidó a más de un tercio de la población, la mitad incluso según algunos estudiosos, incluidas personas muy allegadas y queridas del mismo Petrarca- y de volver a revivir la Antigüedad clásica. En efecto, cuenta Petrarca que en la historia de Roma de Tito Livio leyó como el rey Filipo V de Macedonia ascendió al monte Hemo para comprobar si era de verdad el más alto de su reino y desde él se podían ver al mismo tiempo el Adriático y el Egeo, y cómo al ver que su disparatado deseo -subir una montaña sin objetivo práctico aparente- lo había cumplido un afamado varón del mundo antiguo fue el acicate que le implusó a ponerse en camino. Hasta Petrarca, la gente -la gente culta que sabía latín, se entiende- leía a Julio César o a Tito Livio como meras crónicas de los tiempos de los romanos, pero Petrarca quería volver a ese mundo y revivirlo.

Hoy puede hacernos sonreir que Petrarca considerase una considerable hazaña subir a una montaña que roza sin alcanzarlos los 2000 metros, y a cuya cima se accede hoy por una carretera devenida en mítica gracias al Tour de Francia (con la tragedia de Tom Simpsom siempre de fondo), que encima te lleva a un repetidor de televisión. Pero antes de que Torricelli inventase el barómetro en el siglo XVII no había forma alguna de medir la altura de una montaña como no fuese a ojo, y era frecuente que montañas relativamente solitarias y destacadas como el Mont Ventoux atrapasen la imaginación de la gente de modo mucho más poderoso que cimas mucho más altas pero que sobresalen poco de una determinada cordillera. Nuestros antepasados sabían poco de alturas absolutas, pero mucho de desniveles relativos y acumulados.

Por otra parte, el texto mismo no ha dejado de suscitar algunos problemas de interpretación. Se ha señalado arriba que la epístola está escrita en apariencia al atardecer del mismo día de la ascensión, pero aparte de que resulta poco creíble que en un texto literario tan elaborado haya sido compuesto a volapluma, no faltan alusiones a acontecimientos muy posteriores de la vida del mismo Petrarca y de su hermano, que le acompañó. Incluso ha habido quien haya sugerido que Petrarca se lo inventó todo y que estamos ante un mero ejercicio retórico escrito muchos años después de la pretendida fecha de la ascensión. En realidad, tales críticas se han hecho desde el desconocimiento de lo que eran las "epístolas familiares", en sí mismas todo un género literario desde la Antigüedad clásica. No estamos ante una misiva privada dirigida por Petrarca a un amigo que fue encontrada entre sus papeles después de morir, como suele ser el caso de los epistolarios de los escritores modernos que se publican años depués de su óbito, sino ante un texto que fue en efecto escrito para publicarlo y darlo a conocer a un público más amplio que el destinatario teórico. La epístola que nos ha llegado no es desde luego la misma que Petrarca escribió aquel atarceder -si es que escribió alguna entonces- sino un verdadero texto literario creado años después y que fue difundido a modo de "carta abierta" aun teniendo un destinatario concreto. Haberlo escrito como si lo hubiera hecho en el día mismo de la ascensión era tabién una convención que entraba dentro de los límites aceptados del género. A veces ocurría también que una carta privada era luego "corregida y aumentada" a la hora de publicarla dentro de una colección de epístolas familiares y darla a conocer a un público más amplio de amigos y allegados, justamente lo que en latín se denominaba familia. Que Petrarca haya contado la experiencia años después y además le haya dado un determinado sentido, no obsta para que la vivencia no haya sido auténtica. En la epístola con que cierra el libro primero de sus Tristes, colección de epístolas familiares en verso escrita durante su exilio en las riberas del Mar Negro, Ovidio afirma que las que anteceden las escribió durante el azaroso viaje por mar y tierra que le llevó de Italia hasta Tomis, en la actual Rumanía, pero ello es así mismo una mera convención, dado que nadie se dedica a componer dísticos elegiacos en un navío a punto de naufragar, mas ello no obsta para que las vivencias ahí contadas no sean igualmente auténticas.

Ciertamente Petrarca no se limita a contar la anécdota de la ascensión, sino que a la vivencia -sobre cuya veracidad nosotros no tenemos ninguna duda- le añade un sentido moral. Petrarca, persona de carácter introspectivo, debió considerar que la ascensión fue un acontecimiento singular y de gran importancia en su vida, y al contarla años después le dio un sentido moral. La ascensión física a la cima de la montaña se convierte así en metáfora de la ascensión en el duro camino en pos de la virtud, de modo que la epístola tiene dos planos de lectura, el literal, en que se nos cuenta una determinada vivencia, y el metafórico, como narración de un proceso de cambio interior. Lejos de restarle validez, esta complejidad hace que casi setecientos años después la epístola siga siendo un texto fascinante. Pasemos, no obstante, a la propia ascensión.

Un detalle de la epístola , aun no careciendo de simbolismo, como todo el resto, delata que Petrarca ya había realizado otras ascensiones; cuando decidió subir al Mont Ventoux, se le planteó el problema de la compañía adecuada: "Éste -nos dice- es más perezoso de lo que conviene, aquel otro demasiado precavido, el otro lento en exceso y de más allá amigo de correr; uno demasiado audaz, y el otro más temeroso de lo que yo querría; uno no abre la boca, el otro no se calla...". Al final, Petrarca decidió que la compañía más propicia sería la de su propio hermano Gherardo, algo más joven, pero cuyos consejos solía seguir, y así ambos se trasladaron (seguramente desde Avignon) hasta la pequeña ciudad de Malaucène, a los pies de la montaña. Al día siguiente se sintieron arredrados por la dura ascensión que debían realizar: Malaucène está a 350 metros de altitud, y la cima a 1911. Tras darse valor recordando el conocido verso de las Geórgicas de Virgilio -labor omnia vincit improbus- se pusieron en marcha.


En el camino se encontraron con un viejo pastor que afirmó haber subido a la cima en su juventud, y que les intentó disuadir de hacerlo, "ya que no había obtenido ningún beneficio, como fuese la penuria y el esfuerzo, y haberse lacerado el cuerpo y las ropas con las piedras y las zarzas". Visto que no le hacían caso, al menos les indicó el mejor camino, por una especie de canal, por donde emprendieron la dura ascensión. La cosa debió ser ciertamente bastante accidentada, porque perdieron el camino y hasta se despistaron el uno del otro y el poeta acabó medio enriscado buscando un camino más fácil que el que le señalaba su hermano. Al final, sea como fuere, lograron llegar al punto culminante del macizo. Se quedaron asombrados al ver un mar de nubes a sus pies, y el panorama era magnífico, especialmente hacia los Alpes. Los Pirineos, en cambio, no se divisaban, pero sí la costa entre Marsella y Aigues-Mortes. No obstante, Petrarca miró con nostalgia hacia Italia y recordó con melancolía que ese día se cumplían diez años desde que había dejado la ciudad de Bolonia, donde había pasado buena parte de su primera y estudiosa juventud. Entre medias había acumulado numerosas experiencias, pero aún estaba lejos "el puerto donde seguro pudiera recordar las tempestades pasadas". En el rato de descanso que se concedieron, abrió al azar un pequeño volumen de las memorias de Agustín de Hipona que siempre llevaba consigo, y se encontró con esta frase: "Et eunt homines admirari alta montium et ingentes fluctus maris et latissimos lapsus fluminum et occeani ambitum et giros siderum, et relinquunt se ipsos", esto es "marchan los hombres a contemplar las altas montañas, las enormes corrientes del mar, los dilatados cursos de los ríos, todo cuanto es contenido por el océano y las revoluciones de los astros, y se olvidan de sí mismos". Durante todo el descenso apenas habló, sino que meditó acerca del sentido que podía tener aquel azar. Llegaron ya de noche cerrada a la posada, a pesar de que habían partido antes de que amaneciese. Su vida había cambiado para siempre, y aunque los azares de la vida le llevaron a morir en Padua, pasó largos años retirado en una casita en el delicioso paraje de Vaucluse, a los pies de la montaña.

Muchos siglos después, Bernardo Atxaga escribió otro hermoso texto donde ascensión física a la montaña y ascensión interior son todo uno. Las líneas finales las dedica a glosar la epístola famosa de Petrarca (¿hay algo que Atxaga no haya leído?), palabras que dan la medida de la importancia de este texto:

Puede que Petrarca tuviera en mente el simbolismo del Gólgota, o el mito de Sísifo. Pero, sea como fuere, él fue el primero que mostró ese paralelismo de forma tan clara. Luego el cristianismo lo hizo suyo -no hay más recordar las ideas del escritor Theilard de Chardin- y pasó a la cultura de muchas sociedades. Así las cosas, resulta difícil, incluso en el País Vasco de hoy, encontrar a un montañero que quede fuera por completo de ese modelo. Habrá, por supuesto, algunos pocos que suban por puro placer, pero la mayoría, así me parece a mi, (...) son seguidores de Petrarca.
(Mendian gora, in Groenlandiako lezioa, 1998, pág. 62).

Uno no es tan optimista como el escritor de Asteasu, pero ahí queda el texto del italiano como una de las actas fundacionales del humanismo, del alpinismo y de unas cuantas cosas más.

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